Cuando las atrocidades dominan las relaciones entre países y bloques geopolíticos, surgen las guerras, y las personas dejan de ser individualmente importantes para nadie, para ser moneda de cambio -con sus vidas- en los conflictos continuamente alimentados y recrecidos. En este momento de guerras abiertas estamos frente a problemas éticos e indiferencia moral de dirigentes y de ciudadanos de todos los lugares. Resulta imposible y estúpido tratar de interpretar éstas y todas las guerras en términos binarios del bien y el mal o de quién cumple o incumple las leyes de la guerra, salvo que creamos que la verdad solo habita en una parte del conflicto.

Las guerras tienen su encendido en hechos muy concretos -sus disparadores- pero sus raíces son muy antiguas y profundas. Nos referimos a roces y colisiones entre grupos sociales consolidados, con cultura propia, que conviven continuamente en entornos territoriales compartidos. Estos macroproblemas de convivencia son retroalimentados de micro o meso conflictos cotidianos que durante años y años no se resuelven, sino que empeoran por la polarización con el crecimiento de las poblaciones y su encapsulación. Muchas veces los acuerdos de soluciones a conflictos anteriores acordadas por terceros -los ganadores-, son resoluciones teóricamente diseñadas, que no se cumplen o son imposibles de cumplir, con la finalidad de progresar en el utópico objetivo de convivencia cultural que discursivamente pretenden.

Cuando concluyen oficialmente las guerras, pero no las bases de los conflictos, los acuerdos se siembran sobre los terrenos de cultivo de otros nuevos. Puede ser que perduren 20, 30 u 80 años -como en Palestina- para que esto reviva, y puede que las víctimas de un conflicto anterior se vuelvan los victimarios del siguiente, en un paso más de una cadena de efectos incontrolables enmarcados en nuevos escenarios geopolíticos, tecno-económicos o demográficos de creciente inestabilidad mundial. El periodista Mikel Ayestarán refiriéndose a Jerusalén donde vive nos afirma: “Las sociedades multiconfesionales y todo esto del multiculturalismo no ha terminado de cuajar”. La globalización actual -principalmente económica- acelera los movimientos de las mercancías y las poblaciones, generando nuevas intersecciones culturales de micro, meso y macro dimensión.

Las intersecciones micro se insertan en los individuos y en las unidades familiares, acelerando los cambios en modos de vida personales propios de la evolución generacional y tecnológica. Esta alteración afecta a los modelos de familia, a las creencias y costumbres religiosas, a los símbolos materiales en el vestir, y sobre todo a la formación y capacidad de autonomía económica de las mujeres respecto de los hombres. Asimismo trastoca los roles intrafamiliares sobre la responsabilidad de los cuidados y la vida social de los miembros de la unidad familiar.

Las intersecciones meso se producen a nivel de comunidad local en relación con los recursos territoriales comunes, las relaciones de vecindario, la competición y discriminación por los puestos de trabajo, la integración escolar, los subsidios y ayudas, y las manifestaciones culturales en los espacios y usos de los medios públicos.

Por último, las intersecciones macro ocurren en las manifestaciones colectivas sobre eventos públicos, en los derechos políticos y sociales, en las migraciones forzosas, y en las colisiones entre países o facciones internas de estos en forma de polarización de grupos más conservadores de los modos tradicionales de vida.

Las intersecciones meso y macro pueden adoptar formas más intensas llegando a conflictos violentos y armados entre colectivos o culturas en posiciones contrapuestas. La frecuencia e intensidad de los conflictos depende del número de miembros de identidad cultural diferenciada que existan en relación con la población autóctona, y del nivel de la confrontación cultural y religiosa de cada grupo. La frustración de las expectativas de vida de los migrantes -respecto al relato en origen- y la bicefalia en la identidad de los más jóvenes pueden conducir a la radicalización, con sus consecuencias en la aparición de comportamientos violentos individuales y de grupo.

Es muy frecuente escuchar el halago discursivo a la interculturalidad como una ventaja bajo la hipótesis de que la combinación de culturas supone un mayor grado de convivencia y un enriquecimiento social. Aunque esta faceta sea un efecto deseable en aspectos como la historia, el arte o la música, hay otras facetas etnológicas, económicas o sociales que conducen a conflictos locales o globales, según sean los intereses de las distintas ideologías políticas y religiosas que interactúan en cada momento.

Cuando los espacios públicos son compartidos sin unas reglas facilitadoras del respeto personal y colectivo entre los individuos y grupos, sin una reeducación hacia la cultura acogedora y su idioma y sin un esfuerzo educativo excepcional, la interculturalidad genera problemas. Empieza a ser habitual que porcentajes de dos cifras de inmigrantes de otras culturas sobre la población local, ocasionen enquistamientos de grupos que -manteniendo sus costumbres- prosperan aislándose, para sostener y reforzar sus modos de vida. Así se establecen zonas urbanas de uso exclusivo, no por derechos expresos sino por la ocupación sostenida, y la simbología densa y excluyente que las caracteriza. Jerusalén es un ejemplo de una ciudad con cuatro culturas enquistadas en barrios excluyentes. Esto ha sido siempre así y los crisoles de culturas, que tanto se ensalzan, han estado siempre unidos a la represión alternativa de la comunidad dominante sobre el resto. Si a nivel micro no se articulan con propuestas de formación cívica y ocupación laboral intensiva, donde el trabajo sea el medio de subsistencia de todos los colectivos, se crean condiciones que conducen a incrementar los problemas sociales y a restar seguridad, calidad de vida y sobre todo a desestabilizar el delicado marco de desarrollo colectivo de un territorio o país.

A nivel macro el cóctel vigente o la emulsión de culturas consiste en la mezcla forzada por razones económicas, de ocupación territorial o por supremacismos de un colectivo frente a otro, bajo el soporte de la legislación vigente. La emulsión cultural acelerada que supone la actual tendencia globalizadora vigente no camina hacia una simplificación de los conflictos. Poner freno y recuperar una senda favorable es un cambio radical en la dotación de recursos a los países en desarrollo, cambiando el concepto de las ayudas económicas para transformarlas en una distribución global del conocimiento. Ya hace muchos años lo decía J. M. Arizmendiarrieta ”Socializar el conocimiento, para democratizar el poder”.

Vemos que día a día la desigualdad crece y esto no deja de ser otro acelerador de la dimensión y profundidad de los conflictos. Por otra parte, nunca como hasta ahora la tecnología nos ha permitido difundir y compartir más y mejor el conocimiento. Para aprovecharlo hemos de adoptar otras posiciones sobre lo que significa el auténtico desarrollo de los países y personas. El instrumento llega en forma de Inteligencia artificial, pero su uso sin un cambio de posición conducirá a aumentar las diferencias y desigualdades. No basta con regularla sino que además hay que socializarla a nivel mundial, para posibilitar el desarrollo local, mitigando las migraciones y los conflictos. Liberar todas las patentes -no solo las sanitarias- sería un signo de acogida internacional al desarrollo de muchos millones de personas junto a la globalización educativa -esa que tanta falta hace- desde todas las instituciones del saber humanista, tecnológico y científico. El proselitismo de los tres saberes -como ejercicio intenso y continuo de fundaciones, universidades y empresas- es una asignatura pendiente e imprescindible en una humanidad que ha hecho y hace de las diferencias el progreso material de unos pocos y los conflictos y sufrimientos de muchos.

Sin duda la emulsión de saberes es un reto fundamental del desarrollo humano, en tanto que cuanto más se mezclen y más se extiendan los conocimientos, más crecen multiplicando su valor. Ahora que llega la inteligencia artificial reforcemos la inteligencia humana extendida en el planeta e hibridada entre sí -con ayuda de la tecnología- en sus diferentes ámbitos de aplicación social y de abordaje de los imprescindibles retos que nos acosan. Ejerzamos de garantes y desarrolladores de la diversidad cultural humana y de la emulsión tecnológica en los saberes, cuestiones ambas en las que caminamos en dirección contraria. Como dice Eudald Carbonell “ahora estamos en un momento en que hay que eliminar la competitividad; debemos socializar lo que sabemos y debemos cooperar para sobrevivir como especie. Y es aquí donde los liderazgos que tenemos no funcionan”. Revisar el rumbo es siempre labor de un buen guía y lo necesitamos más que nunca. Doctor ingeniero industrial