Evocando el acertado título del libro La utilidad de lo inútil de Nuccio Ordine, vamos a invertir los términos de su reflexión y observar que lo contrario es también muy posible y hasta cotidiano. Ordine nos indica la importancia de muchas cosas en la vida que, no teniendo un sentido utilitarista o económico, nos afectan –y en gran medida–, en la búsqueda de la escurridiza felicidad y en el ansiado bienestar de los humanos. Nos dice que los saberes humanísticos son más importantes que los saberes técnicos y económicos.

El nuevo oxímoron que proponemos, “la inutilidad de lo útil”, consiste en transformar en inútil algo que nació para ser útil. Seguramente costó mucho conseguirlo y fue pensado para perdurar en su utilidad. Ellos –sus precursores– trataban de resolver un problema y dieron con una solución, la formularon e incluso le dieron forma de norma colectiva, e incluso legal. Pero con el paso del tiempo, con la llegada de otras tendencias invasoras, con los usos degenerativos del lenguaje y con las malas prácticas instaladas, se va normalizando la prostitución de los principios sobre los que se cimentaron tales soluciones. Cuando los principios se ignoran –difuminándose silenciosamente– sólo quedan los preceptos o leyes que sirvieron entonces, pero no ahora. Por ello estas se convierten en inútiles para los destinatarios iniciales de sus beneficios, y muy útiles para otros sobrevenidos que se benefician tergiversando su justificación en su utilidad pretérita. Esta ya no existe, pero sirve de coartada a ese comportamiento oportunista que caracteriza muchos contextos sociales en los que vivimos.

Nos enfrentamos en nuestro entorno a un sinfín de problemas necesitados de respuestas eficaces en los planos globales, políticos, sociales, educativos, económicos y relacionales. Observamos cómo los comportamientos deseables de los líderes y la orientación a los resultados de los ciudadanos están muy lejos de la realidad. Se toman medidas y estas no surten efectos o incluso agravan los problemas. Observamos la paradoja de que lo teóricamente útil se convierte en causa de mayores problemas, es decir peor que inútil. Por ejemplo, para justificar un mal dato económico o laboral escondiendo un problema, cambiamos la terminología, y creemos que contando las estadísticas de otra manera, todo cambia. Eso sí con un oxímorón de por medio, como la “indemnización en diferido”, los “fijos discontinuos” o el “crecimiento negativo”.

Pero vayamos al meollo ¿qué hace convertirse una solución nacida para ser útil en inútil? Podríamos enumerar muchas situaciones donde la inutilidad se extiende, aborda, inunda y destruye la utilidad. Nos referimos, entre otros, a la desidia y abandono de la responsabilidad, al ocultamiento o tergiversación de los conceptos, a la reconducción de la solución hacia los intereses de los más poderosos, y a la aversión sistémica a la innovación de verdad con un uso inadecuado de la tecnología.

La desidia es el abandono de la preocupación y ocupación permanente para que algo progrese, y se transforme en eso que dicen los principios de las instituciones y organizaciones. Se expresa en no hacer nada o nada distinto, en que no se note que estamos –durante años– hasta que llega el conflicto acompañado y agravado con desastres. Las máximas expresiones de este proceso de conversión de la utilidad hacia la inutilidad son la ausencia de una novedosa acción preventiva, la falta de responsabilidad y la tardía reacción excusadora de lo propio y de culpabilidad ajena, cuando todo revienta. Ejemplos tenemos muchos en la burocracia administrativa y de lentitud de los sistemas de atención pública, por ejemplo en la salud y la justicia. En la primera, el balance de la ocupación de los profesionales y de los medios en la prevención frente a la resolución de problemas es determinante de su crisis sostenida. Y en la segunda -la justicia- si no es a tiempo y bien acompañada de un sistema educativo sostenido y transformador, apenas puede ejercer su acción reparadora o correctora, en la que justifica su imprescindible utilidad.

Esta desidia también opera en los protocolos de seguridad y control de instalaciones, en los envejecidos sistemas de formación, de tramitación publica, de transporte y atención a la salud. Sea una reparación ignorada de un dispositivo mecánico en un avión, un protocolo incumplido en un centro de salud bajo una justificación de insuficiente tiempo, una demora en atender algo que sabemos que se deteriora, o la lentitud en la aplicación de soluciones técnicas o legales a los conflictos, todas ellas, nos conducen periódicamente a catástrofes de alta intensidad en vidas y recursos. En la educación no lo apreciamos tanto pues sus consecuencias sólo se manifiestan muchos años después y no se asocian con facilidad a lo que ocurrió años antes.

Otro aspecto de la conversión de lo útil en inútil es el maquillado de los conceptos, y de los relatos que los contienen. Esta es una fuente de grandes dosis de inutilidad, de hacer cosas que no sirven para nada. Lo que en la administración de asuntos formales llamamos burocracia, en la política destaca por la tergiversación de los medios y los fines. Nos sorprendería saber cuántos parlamentarios no parlamentan nunca, o que nos expliquen cómo en una monarquía parlamentaria no forman parte del gobierno los representantes del grupo ganador de unas elecciones generales. Un sistema de representación sensato no debiera permitir tales situaciones, salvo que califiquemos de inútil –en la praxis– el sistema que nos conduce desde el voto personal a la composición de los gobiernos que resulten de dichas consultas. En el fondo existe una tergiversación, como los simulacros de investidura, –que transforman lo útil en inútil– alterando los principios de acuerdo y negociación efectivos, sobre el que se sustentan los sistemas políticos llamados democráticos.

Un tercer aspecto que contiene mecanismos de esta conversión de lo útil en inútil es la aversión al riesgo del cambio y la inadecuada innovación tecnológica. La imparable irrupción tecnológica debiera transformar las capacidades de las administraciones y servicios públicos, con un aumento radical de su productividad social y una gran reducción de costes para los ciudadanos. Sin embargo los medios tecnológicos en la prestación de servicios no se orientan a aumentar el valor para los ciudadanos, sino para favorecer la gestión interna de las entidades públicas. La pandemia puso al límite esta tendencia alejando a la población de sus gestores de salud y reduciendo la presencialidad como modo de interacción en la exploración, diagnostico y evolución de un acontecimiento de salud. En este caso la tecnología ha servido para sostener las estadísticas, pero muy poco en la mejora de la calidad de los servicios y la percepción de los ciudadanos de tener un sistema sólido de respuesta a sus necesidades. La tecnología es útil, pero la podemos hacer socialmente inútil si su diseño no se orienta a los destinatarios del servicio y sí a los gestores internos. Un gran ejemplo de esta derivación hacia la gestión interna lo tenemos en los avances tecnológicos para el control económico de las transacciones comerciales a todos los niveles y en las alianzas de los sistemas públicos con los sistemas bancarios. La tecnología recaudatoria y de control es brillante, emplea los más avanzados sistemas de inteligencia artificial y big data, muy distante de la empleada en los sistemas de educación, representación, seguridad, justicia y salud por ejemplo. Los sistemas tecnológicos en la función de servicio al ciudadano están muy retrasados respecto a sus equivalentes en el ámbito de la recaudación y las finanzas publicas.

No cabe duda de que prosperar tiene que ver con hacer más útiles los medios tecnológicos y las capacidades de las personas para ellas y su entorno, sin descartar ningún tipo de recursos económicos, culturales, tecnológicos, ambientales y humanistas, en una adecuada y compleja evolución cultural donde derechos, obligaciones y aportación social sean las conductoras del sentido de utilidad –siempre vigente– y de una convivencia social que muchas veces observamos como decadente o desaparecida.