En Euskadi la innovación es tradición. Somos innovadores porque históricamente nos ha guiado el afán de ir más lejos, de mejorar. Un sentido del propósito intrínseco a nuestra identidad. Hace siglos, la caza de la ballena nos llevó a los confines del Atlántico, descubriendo nuevas fronteras. Lo hicimos de manera discreta. Como todo buen pescador, supimos que el secreto de un buen caladero vale su peso en oro. Sin embargo, el mayor secreto de tal hazaña no estaba en los mapas de navegación, sino en la cocina. Fue la innovación en salar el bacalao para su conservación lo que permitió a nuestros marinos adentrarse en aguas desconocidas lanzando audaces expediciones. La gastronomía y la innovación se dieron la mano para guiarnos hacia un futuro quizá incierto, pero bañado en un fortalecido sentido del propósito.

Hoy, la innovación y la gastronomía vuelven a abrazarse como seña identitaria de nuestra cultura, proponiéndonos de nuevo un camino a seguir. Una de sus materializaciones más evidentes es el Basque Culinary Center y su nuevo proyecto en Manteo. Desafortunadamente, en esta ocasión la innovación vuelve a limitarse a la cocina, dejando que estrategias obsoletas guíen las decisiones políticas y económicas.

Desde el punto de vista de la ciudad, la manera en que se han decidido la adjudicación, ubicación y financiación de este proyecto, y el papel que va a jugar en nuestro desarrollo estratégico son más propios de una anacrónica mentalidad gubernamental y empresarial de mediados del siglo pasado. Una aproximación vertical y paternalista que desaprovecha la oportunidad de hacer a Donostia más competitiva en la nueva economía global que se avecina.

El primer problema es el de la falta de transparencia y participación pública en la decisión inicial de transformar Manteo en algo diferente de lo que es ahora – la última zona verde que les queda a los 17.000 habitantes de Gros. Un proceso sin concurso público, asignando a dedo a una institución privada (aunque cuente con patrocinios públicos) la cesión de 8.000 m2 de enorme valor financiero y social para los donostiarras.

El proyecto será financiado esencialmente por instituciones públicas vascas, haciéndose cargo de más del 90% del importe de una obra de casi 30 millones de euros. Son estas maneras de hacer más propias de tiempos pasados que del futuro excitante al que Joxe Mari Aizega, director del Basque Culinary Center (BCC) nos invitaba en estas mismas páginas. Aizega también pedía a la sociedad un “esfuerzo”, obviando que los esfuerzos públicos exigen transparencia, participación y una clara contraprestación positiva para la ciudadanía.

Tanto los dirigentes del BCC como el gobierno municipal están tratando a Donostia como un socio sumiso, silencioso, pasivo. Aún no se ha explicado a los donostiarras cuál es el beneficio público del proyecto, más allá del siempre difuso “riqueza y empleo”.

El segundo problema es el de la localización propuesta. A la pérdida de la zona verde de Manteo, necesitada de regeneración, sí, pero ni mucho menos prescindible, se une la pérdida de espacios públicos en favor de intereses privados. La socióloga Saskia Sassen lleva años avisando de los efectos negativos de un fenómeno cada vez más común. Las ciudades son el único lugar donde aquellos que no tenemos poder aún podemos decir “aquí estamos”, y tener un impacto sustancial en la vida social, cultural, económica, política y medioambiental de nuestros conciudadanos. Para ello son imprescindibles espacios físicos que podamos compartir todos. De lo contrario iremos perdiendo gradualmente diversidad, interacción y vida social, negando a la ciudad su papel histórico.

Como tal, el del BCC es un proyecto interesante y quizá necesario para Donostia. Se trata de una iniciativa icónica, de ahí el esfuerzo en el diseño del edificio. Pero, como bien advierte el historiador del arte Luis Rivero Moreno, no debemos caer en el “efecto Guggenheim”. No podemos simplemente proyectar imagen, ya que el afán por representatividad, por un rebranding vacío al margen de las necesidades de los habitantes, lleva al fracaso. El proyecto tiene un claro potencial regenerador, pero sólo si gobierno y BCC se atreven a cambiar lo tangible, ubicándose en una localización alternativa que necesite de tal regeneración urbana, económica y social. Gros es un barrio saturado de edificación y visitantes, con precios inmobiliarios instalados en el absurdo. Un polo de atracción de tal magnitud tendrá previsiblemente impactos negativos.

A muchos nos vienen a la mente posibles alternativas como la antigua zona industrial de Herrera, con el potencial añadido de la gradual reconversión del puerto de Pasaia, creando un nuevo centro urbano atractivo a la inversión. Por qué no considerar también el antiguo colegio de Agustinos en Martutene, o el Instituto de la Construcción en Altza. Por qué hay aún tantos barrios en Donostia que el gobierno municipal entiende como una especie de carga mientras concentra inversión y esfuerzos en zonas saturadas como el Centro o Gros.

El propio Aizega se jacta de dirigir una organización con “características más cercanas a lo público que a lo privado”. Parece olvidar, al igual que a menudo olvida nuestro gobierno municipal, que una institución de carácter público debe velar por los intereses públicos primero, sobre todo si su proyecto es financiado por el contribuyente.

Esto nos lleva al tercer problema, el del desarrollo sostenible. Una aproximación realmente innovadora habría estado basada en nuevos parámetros, como por ejemplo el del valor financiero de los servicios ecosistémicos que proporcionan los arbolados. Crear riqueza y empleo ya no es suficiente, sobre todo si no queda claro para quién se crean y en qué circunstancias.

Existen ejemplos a seguir en innovación política y económica como los de Bruselas, Amsterdam o Ginebra, que han tenido la audacia de aplicar un enfoque integral para evaluar proyectos. Su estrategia, en marcha desde hace ya 3 años, se centra en los impactos sociales y ambientales, asegurando una perspectiva más equilibrada, priorizando el bienestar, la sostenibilidad y el desarrollo equitativo. Ciudades como Barcelona, Rio de Janeiro, Melbourne o Berlín están dando también los primeros pasos para este cambio de paradigma, que aprueba o rechaza proyectos en función de cómo afectan al precio de la vivienda, el nivel salarial, la salud pública, la participación ciudadana o la accesibilidad a zonas verdes, entre otras muchas variables.

La innovación debe salir de la cocina y adentrarse en la política y la gobernanza para adaptarlas al tiempo que vivimos. Hace siglos usamos la gastronomía para marcar el devenir de todo un pueblo. De nosotros depende que sepamos emular a nuestros antepasados.

Portavoz de Elkarrekin en el Ayuntamiento de Donostia