Silvio Berlusconi se fue esta semana de este mundo y la política italiana le ha saludado con los máximos honores: funeral de Estado y luto nacional. No siempre fue la política su ambiente, ya que llegó a esa arena con casi 60 anos, hace tres décadas. En aquel entonces el imperio mediático, empresarial y deportivo del tycoon italiano estaba en su cumbre: Mediaset, con sus tres canales televisivos nacionales, hacía competencia directa a los tres de la televisión pública, RAI; con la debatida adquisición de Mondadori se había hecho con la mayor editorial italiana; su grupo Fininvest estaba entre los primeros agentes económicos del país; el gran Milán triunfaba repetidamente en Italia y en la entonces Copa de Campeones. Pero a Berlusconi algo le faltaba. Al principio de los 90 la ola grande de las investigaciones judiciales anticorrupción de Mani Pulite (Manos Limpias) arrasó casi todos los partidos de la así llamada primera república, y con ellos a su hasta entonces mentor socialista Bettino Craxi. Berlusconi entendió que para sobrevivir necesitaba jugar en primera persona en uno de los pocos campos que le habían sido hasta entonces ajenos. Incluso sus consejeros más cercanos le asesoraron que no lo hiciera, pero el miró más allá de todos ellos y entendió que la alternativa no estaba entre seguir con lo obtenido o ir a por todo sino entre esta segunda opción y perderlo todo: las investigaciones judiciales que habían arrasado sus apoyos políticos parecían a punto de llevarse por delante también a su imperio económico.

El órdago berlusconiano fue un estallido en la envejecida política italiana: en 1994 con Forza Italia (un partido creado meses antes, y cuyo simple y genial nombre resonaría en los coros de apoyo a la selección de fútbol en el Mundial americano del mismo año), Berlusconi ganó las elecciones generales. El personal del Partido Comunista, mientras tanto trasformado en Partido Demócrata de la Izquierda, estaba constituido por protagonistas de la primera república que habían sobrevivido a la ola justicialista, pero ninguno de ellos entendió el cambio radical que la llegada de Berlusconi suponía en la política italiana. Hombre de negocios y de espectáculos, Berlusconi había estado americanizando a su manera la cultura de masa italiana desde el final de los años 70: lo que proponía a través de sus televisiones y editoriales era un hedonismo individualizado que, si por un lado abría nuevos caminos respecto a la gris imagen de la Italia estatalista y tardo-católica, por el otro hacía hincapié en la despolitización, el consumismo, la objetivación (incluso y sobre todo el de las mujeres) y el éxito individual como valores primarios.

Lo que la izquierda no supo ver en 1994 era cuan enraizados estaban ya esos valores en el tejido común del país: presentándose como hombre nuevo que llegaba a la política para salvarla de su corrupción y de un presunto peligro rojo, Berlusconi cambió el rostro político-cultural del país, y lo hizo precisamente poniendo el suyo por encima de todo. Italia había sido un país en el que la gente estaba acostumbrada a votar el escudo cruzado de los cristianodemócratas o la hoz y martillo de los comunistas, casi prescindiendo de qué caras hubiese por detrás. El desafío berlusconiano agregó personal procedente de todo el espectro político, desde liberales y cristianodemócratas hasta socialistas y ex extraparlamentarios de izquierdas. Berlusconi impuso con su nombre, imagen y partido (cuyos clubes dependían estructural y económicamente de él) un giro acelerador brutal al proceso de personalización de la política italiana. Asimismo, la llegada de Berlusconi transformó definitivamente las pausadas y serias tribunas políticas televisivas en un show permanente de un hombre, supuestamente, contra todos. Supuestamente, porque con sus periódicos y televisiones, Berlusconi pudo siempre contar con un apoyo mediático a su acción política que, en aquel entonces, no tenía parangón en el mundo occidental. En el debate televisivo previo a las generales de 1994 el líder postcomunista Occhetto parecía un pez fuera del agua, mientras que Berlusconi enseñó, en un canal de su propiedad, todo su brillo. Fue un éxito electoral sin precedentes en la historia republicana italiana.

El primer gobierno encabezado por Berlusconi, en 1994, también permitió que llegasen a gobernar en coalición con Forza Italia dos partidos que hasta entonces habían sido minoritarios: la Liga, hoy en día partido de carácter nacional encabezado por Salvini pero entonces caracterizado por su agresivo y demagógico separatismo norteño, y Alianza Nacional, partido heredero del post-fascismo y a su vez predecesor del actual Hermanos de Italia de la primera ministra Giorgia Meloni. La relación entre las tres componentes principales de la derecha italiana ha tenido sus altos y bajos a lo largo de las últimas tres décadas. Pero, a la hora de la verdad, siempre han sido capaces de poner a un lado sus diferencias y llegar a acuerdos para gobernar, cosa que rara vez ha sido capaz de hacer la centroizquierda. Y, aunque con reluctancia, Berlusconi ha sido capaz de mantener a su partido en el cuerpo de la centroderecha también cuando sus aliados le han quitado protagonismo mediático o electoral: en los momentos de baja marea de Forza Italia, Berlusconi se ha alejado momentáneamente de los focos dejando a los y las portavoces de su partido a pelear. Sin Berlusconi, tanto la subida al centro del escenario de Salvini en el bienio 2018-20, como la victoria de Giorgia Meloni en las elecciones generales de 2022, no hubiesen sido posibles culturalmente y políticamente: culturalmente, porque tres décadas de desfachatez institucional, demagogia autoritaria y política convertida en espectáculo permanente nos han acostumbrado a las italianas y los italianos a que “todo se puede” si estás al mando; políticamente, porque incluso en el actual gobierno, aunque con el 8% del electorado respaldándolo, Forza Italia es esencial para mantener la mayoría de coalición encabezada por Giorgia Meloni. Berlusconi incluso llegó a presumir de ese mérito: haber permitido la constitucionalización de los ex fascistas, operación paradójica en una república cuya constitución es expresamente antifascista.

Pero sus herederos se encuentran también en la banda política adversaria, como bien enseña la audacia post-ideológica y el cinismo demagógico de Renzi, que hace casi diez años llego a encabezar la centroizquierda queriendo “hacer chatarra” de su personal político anterior. Y como también muestra el desafío que entre 2013 y 2018 el Movimiento Cinco Estrellas de Beppe Grillo puso al entero sistema político gracias a su base mediática enraizada no en la televisión, sino en la red. Al leer las cosas con las gafas de la ciencia política es imposible no ver cómo tanto Berlusconi cuanto Renzi y Grillo, a pesar de sus respectivas diferencias ideológicas y políticas, intentaron construir su propio pueblo, en el sentido en el que los autores afines a Laclau describen el populismo de los últimos años.

Ideológicamente, Berlusconi siempre declaró su ascendencia liberal y católica. Pero su liberalismo era más bien fundado en la libertad de un individuo concreto que en la libertad individual como concepto, y su moral cristiana poco reflejo tuvo en sus políticas y en lo (mucho) que de su vida privada salió a la arena pública. Los gobiernos que encabezó como presidente del Consejo de Ministros (1994-95, 2001-06, 2008-11) se caracterizaron por un constante uso del poder ejecutivo para frenar los “ataques” del poder judicial. Hubo pequeños avances, como la ley anti-tabaco Sirchia de 2003, que permitió a Italia ser entre las primeras naciones europeas sin humo en los locales públicos. Pero bastante más peso tuvieron reformas como la ley Gelmini de 2008, que con sus recortes dejó tan malherida la Universidad pública que todavía no muestra signos de recuperación. Por lo demás, su inspiración liberal se convirtió en recortes de impuestos para los sectores más ricos del país, que no ayudaron Italia a salir de la crisis económica y social en la que lleva arrastrándose, con momentos de mayor o menor intensidad, desde el final de los 80.

Los gobiernos a los cuales Berlusconi dio su apoyo a través de su partido (2011-13, 2021-22, 2022-hoy) se caracterizaron por recortes de carácter neoliberal al sector público y estricta austeridad económica, eso sí, de total acuerdo con el Partido Demócrata y otros partidos de la izquierda. En ese ámbito se manifestó también la ambigua relación entre Berlusconi y los líderes de la Unión Europea: siempre reacio a dejarse mandar, Berlusconi no compartió los dictámenes postcrisis que la troika quiso imponer a los países del Sur de Europa, y en ese marco se inscribe la crisis parlamentaria de 2011 que le forzó, después de semanas de tratativas, a dejar la presidencia del Consejo de Ministros. Pero aun y todo, no dejó de apoyar a los gobiernos de los “técnicos europeos” Mario Monti y Mario Draghi, y la UE misma (a través del Partido Popular Europeo, cuyo vicepresidente Taiani también es vice de Berlusconi en Forza Italia) apoyó varias veces al Cavaliere para que pusiese un freno a los “antieuropeístas” Salvini y Meloni. Más lineal, sobre todo en el periodo de la “guerra contra el terrorismo”, fue la relación de Berlusconi con el gran aliado americano: apoyó con convicción las operaciones en Afganistán e Irak de su amigo personal Bush. En esa misma época se estrechó la relación con Aznar, que expresaba su pésame ayer en la RAI a “un buen amigo personal y un buen colega político”.

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La vida de Silvio Berlusconi, en imágenes NTM

Berlusconi apoyó las operaciones militares occidentales también cuando esas iban en contra de sus amigos autócratas: es el caso de la guerra de Libia en 2011, en la que Italia se sumó finalmente a la operación OTAN contra Gadafi, después de que en 2008 Berlusconi firmará con él –acogiéndolo en Roma con todos los honores– un acuerdo político-comercial cuyo artículo 4 establecía un “compromiso de no injerencia en los asuntos internos y de no utilizar ni conceder el uso de los propios territorios en ningún acto hostil hacia la contraparte”. De muchos autócratas y dictadores fue íntimo amigo, pero quizás de ninguno como de Putin. Intentó acercarlo a los EEUU de Bush, e incluso levantó su voz para defenderlo en el contexto de la UE después de la invasión de Ucrania.

Esas relaciones internacionales –transversales y tal vez contradictorias– fueron posibles gracias también a su simpatía humana, sus chistes extremos, su constante deseo de diversión, de los que testimonian tanto los colegas y adversarios políticos cuanto muchos que trabajaron por él. La cara oscura de esa simpatía humana emergía de su más que controvertida relación con mujeres mucho más jóvenes –“vírgenes ofrecidas como comida al dragón”, las definió su segunda mujer Veronica Lario–, así como de su autoritaria actitud hacia periodistas e incluso humoristas que cuestionaban las formas de su poder, pagando por ello con despidos forzados. A todo esto, hay que añadir la certificada presencia de Berlusconi en la lista de la subversiva logia masónica P2, y su estrecha relación con hombres condenados por mafia, como su colaborador Vittorio Mangano y, sobre todo, como una de sus muchas manos derechas políticas, Marcello Dell’Utri. Aun quitando del medio cualquier juicio moralista, resulta difícil en el caso de Berlusconi distinguir el perfil público del privado, ya que los vicios del segundo siempre tuvieron mucho peso en la definición del primero.

Muerto Berlusconi, no morirá el berlusconismo. No solo en Italia, donde los suyos gobiernan, sino también en los muchos países que en los últimos años han visto surgir sus propios pequeños o grandes Berlusconis, empezando por aquel Donald Trump que en tantos aspectos se le parece. ¿Y que será del antiberlusconismo de izquierdas? En los últimos treinta años ha funcionado a veces como aglutinante para ganar unas elecciones, pero no ha servido para escoger una convencedora identidad política propia. Muy incierto es también el futuro de Forza Italia, partido que, en sus transformaciones, vaivenes de personal político y luchas internas, siempre ha mantenido la fidelidad al gran capo como valor fundador. Esa corte, como la describió Maurizio Viroli, tan parecida a las corruptas del tardo Renacimiento difícilmente sobrevivirá a la pérdida de su señor, al que por esa razón quiere homenajear con los máximos honores. Pero si es cierto que frente a la muerte el respeto es un valor que va por encima de todo, tampoco eso puede significar olvidar los muchos aspectos oscuros de una figura cuya luz emanaba más bien de los focos televisivos que de una llama patriótica.