Un libro de combate

Así definimos nuestro libro Resistencia vasca ante las violencias recientes. Flaco favor haríamos a tal afirmación si nos desentendiéramos de las críticas que se le han hecho desde diversos flancos. Todas tienen interés, pero no todas merecen la misma atención. Imanol Galfarsoro (cuya crítica se puede leer en Zuzeu.eus) identifica bastante certeramente nuestra posición, aunque focaliza su atención en lo que entiende como tratamiento banal de Alain Badiou, un autor maoísta cuyo recorrido intelectual no es el tema central de nuestro trabajo. Si hacemos alusión a él es por su evidente influjo ideológico durante la fase de reorganización y recrudecimiento del terrorismo que siguió al fracaso de las conversaciones de Argel (1989) y de la caída de la cúpula de ETA en Bidart (1992). Fase que recibió el nombre de socialización del sufrimiento. En todo caso, desviaríamos el debate que nos interesa si lo circunscribiéramos a Badiou, que es lo que a Galfarsoro parece interesar.

La crítica del historiador Raúl López Romo (publicada en Letraslibres.com) tampoco aborda todas las cuestiones que planteamos, pero tiene otra condición. De hecho, se centra en la tesis que más sólidamente sostenemos, referida a la ausencia de una racionalidad de carácter nacionalista radical en la ETA que comenzó a matar. Una tesis que ha sido ampliamente desplegada en muchas obras anteriores, que provienen de indagaciones de máximo rango académico o se concluyen de valiosas experiencias políticas. En relación con esta temática, visto el empeño de algunos autores en hacer corresponder la identidad de la ETA que comienza a matar con una ideología nacionalista radical, creemos que sí merece la pena sintetizar nuestros principales argumentos. Cosa que trataremos de hacer en dos artículos.

Antagonismo y odio

De entrada, López Romo (LR) apoya su exposición en la caracterización que Carl Schmitt hace de lo político como un ámbito que se desenvuelve bajo la lógica amigo-enemigo. A los totalitarismos se les reconoce porque llevan este antagonismo al extremo. La tesis de López Romo es que este antagonismo no se refiere a la antítesis arriba-abajo que correspondería a una lucha de clases, sino a la de dentro-fuera que aludiría a un conflicto nacionalista.

Si se acepta la premisa que expone este autor, para el que el totalitarismo de ETA se reconoce en su antiespañolismo y en su obstinación por rehusar todo tipo de trato con todas las fuerzas políticas que no sean de condición abertzale, su enunciado parecería tener un sustento sólido. La realidad, sin embargo, no es así.

ETA fue, desde luego, una organización totalitaria, pero el resto de la premisa que propone LR está refutado por hechos a los que aludiremos en este mismo artículo. Además, la organización terrorista nunca descartó la operatividad de ninguna de las dos oposiciones (nacional y de clase) que LR nos muestra. Por usar las palabras de Krutwig, ambas confrontaciones conformarían un mismo compuesto químico que ETA ha buscado siempre agudizar. El rastro lleva a Mao, al que Schmitt en su Teoría del partisano (1962) convierte en el personaje histórico que lleva la lógica schmittiana a la cumbre más elevada, al lograr amalgamar el enemigo de clase marxista con el enemigo territorialmente delimitable al que identifica con el colonialismo capitalista.

Atizar esta lógica puede alimentar una psicología social de animosidad y odio, perfectamente visible en los comportamientos de turba que caracterizaron el periodo de socialización del sufrimiento. Sería erróneo justificar esta conducta como simple fruto de estallidos emocionales de masas. Lo que políticamente interesa es el odio organizado de forma racional. Pocos cuestionan que la izquierda aber-tzale haya promocionado el odio contra sus adversarios políticos. En la formación de sus militantes se instaba al “odio consciente y colectivo hacia la burguesía” (Jarrai, 1986) y los que representaran el poder estatal. Un odio que buscaron hacer extensivo a todos los que manifestaran alguna objeción o reproche a su conducta totalitaria.

En realidad, no se hacía más que seguir la estela marcada por el Che Guevara que, en la Tricontinental de La Habana (1967) en la que también participaban representantes de ETA, había llamado a utilizar el “odio como factor de lucha, el odio intransigente al enemigo”. Ahora bien, ¿odio a todo lo español? No parece ser cierto. No debemos olvidar que, durante todo el periodo de operatividad de ETA, las plataformas electorales vinculadas a ella (en las elecciones europeas entre 1987 y 2009), encontraron el apoyo inequívoco de unas izquierdas extraparlamentarias españolas con las que mantenían relaciones habituales. Es posible que estas formaciones entendieran, al modo de Argala, que la acción de ETA había cubierto el “papel de catalizador del proceso de lucha social en todo el Estado” (Zutik, febrero 1978).

Al marxismo desde el maoísmo

Es lo que sucedió en ETA, según sugiere Francisco Letamendia. En la V Asamblea de ETA (1967), el maoísmo logró penetrar rotundamente y determinar la dirección que siguió la organización. Lo hizo por la vía de las aportaciones de sus ideólogos principales, los hermanos Etxebarrieta y Federico Krutwig. Este último traduciría al euskera el Libro Rojo de Mao en una edición financiada por el Gobierno chino (Mao Tzedung Buruzagiaren Aiphuak, Irabia, 1972).

¿Cómo podía legitimarse, en lo ideológico, la interrelación entre comunismo y patriotismo? “En Euskadi la lucha de clases toma la forma de lucha por la liberación nacional” reza uno de los aforismos clásicos de ETA, al que todavía apelan los actuales dirigentes de la izquierda abertzale. En este marco, la lucha de clases sería el proceso histórico de carácter universal y la lucha nacional la expresión de las condiciones particulares en las que ese proceso se desempeñaría en el tiempo y lugar concretos. El maoísmo contribuyó a levantar la barrera que impedía concebir que un movimiento internacionalista se tuviera a la vez por patriota. Decía Mao: “¿Puede un comunista, que es internacionalista, ser al mismo tiempo patriota? Sostenemos que no sólo puede, sino que debe serlo… De ahí que, en las guerras de liberación nacional, el patriotismo sea la aplicación del internacionalismo”. Lo que Krutwig calificaba como compuesto químico se impuso en la V Asamblea, conformando un corpus doctrinal al que se denominó nacionalismo revolucionario.

Hay que reconocer que, tras el proceso de Burgos y la escisión entre las facciones V y VI de ETA, se produjo un escenario de gran confusión. Pero, el grupo que continuó la vía violenta no tardó en retomar su posicionamiento marxista-leninista y recomponerse organizativamente, al clarificarse las posiciones teórico-ideológicas de la mano de la Carta firmada por Mario Onaindia, Eduardo Uriarte y José Luis Zalbide. A partir de ese momento, la ideología de ETA y del conglomerado que dirigía de forma vertical se estabilizarían de forma permanente. En su seno, nunca más se cuestionó el carácter leninista de la revolución socialista que se quería para Euskadi. Lo que no tardó en caer en desuso fue la referencia al nacionalismo revolucionario (J. Apalategi, 1993), por el rechazo que causaba el término nacionalismo que, al considerar la nación como el propósito más elevado, se alejaba de la ortodoxia revolucionaria.

Historiador y Analista Político