La idea que considera a China como el principal adversario de Occidente no ha perdido vigencia a pesar de los recientes acontecimientos en Ucrania, que han vuelto a centrar la atención occidental en Rusia, y a pesar de la reciente y decisiva cumbre de la OTAN, muy centrada en el escenario europeo de defensa. Este sentido de rivalidad sistémica con China ha estado creciendo durante algún tiempo, comenzando durante la presidencia de Barack Obama pero acelerándose bajo la administración de Donald Trump, que convirtió al país asiático en la preocupación central de la política de seguridad nacional bajo su presidencia.

La agudización del discurso sobre China refleja dos puntos de vista en Occidente. Primero, el abandono de la noción de que China podría avanzar hacia las normas occidentales y hacia una cierta liberalización política a medida que prosperara económicamente. La aplicación de esta teoría de la modernización a China desde los tiempos de Nixon ha creado, hasta no hace tantos años, expectativas respecto a una cierta democratización del imperio del dragón que nunca se han materializado.

El error proviene de tratar de entender una cultura milenaria como la china a partir de prejuicios etnocéntricos occidentales. China bajo Xi Jinping ahora se ve como un poder cada vez más disruptivo y asertivo en los asuntos internacionales, mientras que el espacio para el discurso político dentro del país se está cerrando.

En segundo lugar, la sensación de que China ve cada vez más el mundo bajo un prisma puramente competitivo, enfocándose en convertirse en la potencia dominante en Asia y, eventualmente, en el mundo. Las visiones políticas chinas como Made in China 2025, la Iniciativa de la Nueva Ruta de la Seda (Belt and Road Initiative) o el Sueño de China articulan una noción de supremacía y centralidad chinas en el sistema global o, al menos, una idea de China como un país fuerte y un poder independiente.

Incluso las voces occidentales que articulan una visión más matizada sobre la proyección del poder chino observan con claridad que el objetivo primero de Pekin es poder competir económicamente a nivel global.

China también es vista cada vez más como una potencia militar agresiva. El desarrollo militar de China se ha acelerado a medida que trata de estar a la altura de la demanda del presidente Xi de que el Ejército Popular de Liberación sea capaz de pelear y ganar guerras. Esto no es necesariamente una declaración de agresión, sino una clara articulación de la necesidad de mejorar las capacidades propias.

Al mismo tiempo, los enfrentamientos con India, las incursiones en la zona de identificación de defensa aérea (ADIZ) de Taiwán, una creciente presencia militar externa, una acción cada vez más agresiva en el mar y capacidades duales en el espacio exterior apuntan a una China que busca presentarse como una importante potencia militar mundial.

Las tendencias geopolíticas están acercando a Europa y EEUU, en gran parte debido a una creciente desconexión y divergencia de visiones del mundo con China. La invasión a gran escala de Rusia de Ucrania en febrero de 2022 ha complicado aún más la situación.

Sin embargo, hay áreas en las que la cooperación con China no solo es posible sino esencial. Sin una acción conjunta y cooperación en temas de cambio climático será imposible evitar el calentamiento potencialmente catastrófico del planeta. De manera similar, las pandemias globales serán difíciles de manejar en un mundo desacoplado, y es probable que una economía global dividida sea menos próspera en general.

Si bien Europa sigue estando más cerca de EEUU que de China, y aunque los países europeos y EEUU comparten preocupaciones sobre el ascenso económico y geopolítico de China, la relación transatlántica está lejos de ser fluida cuando se trata de desarrollar una respuesta coherente a los desafíos que plantea el país asiático. Además, la naturaleza fracturada de la formulación de políticas internas en las estructuras de gobierno tanto en Bruselas como en Washington sigue siendo un obstáculo en las principales áreas políticas.

La parálisis en la formulación de políticas es un viejo problema de las estructuras de gobierno europeas y estadounidenses. De hecho, esto coloca a la alianza transatlántica en desventaja cuando se enfrenta al proceso de toma de decisiones más vertical de China. Si bien se pueden encontrar diversas perspectivas en el sistema chino, la estructura de comando central está más cohesionada y se ha reforzado durante la presidencia de Xi Jinping.

Por ejemplo, mientras que las autoridades europeas y estadounidenses luchan por regular sus sectores digitales, recientemente ha habido una drástica acción regulatoria sobre las empresas de tecnología en China. Pekín claramente tiene una mayor capacidad para poner en vereda a las empresas, en comparación con los gobiernos occidentales.

Vale la pena observar que la asociación transatlántica pudo movilizarse rápidamente y responder a la invasión a gran escala de Rusia en Ucrania en febrero de este año, lo que sugiere que no es imposible que los países occidentales superen los desacuerdos internos para imponer sanciones fuertes y punitivas a un adversario.

Es igualmente cierto que los vínculos de Rusia con la economía mundial no son los mismos que los de China. Si bien todavía existe una profunda interdependencia entre Europa y Rusia en ciertos sectores (por ejemplo, en energía), la dirección en Europa en este momento es romper esta dependencia. La lección clave aquí es que, frente a una acción extrema, Europa y los EEUU pueden movilizarse rápidamente y están dispuestos a aceptar el daño a sus propios intereses con el fin de formar un frente común contra un adversario.

Por otro lado, tanto EEUU como China han socavado el orden multilateral global en ciertos momentos. Esto ha llevado a la UE a buscar un papel de mediación o liderazgo en las áreas políticas de comercio, digital y tecnología, cambio climático y gobernanza global. Las potencias europeas se consideran beneficiarias y paladines del orden internacional y sus instituciones. También ven a la UE como un actor estratégico independiente y preferirían avanzar hacia una mayor autonomía de los EEUU más que aumentar la dependencia, en particular de algunas administraciones estadounidenses.

Pero la principal lección para Europa de la presidencia de Trump fue que EEUU podría no ser siempre un actor y socio fiable en los asuntos internacionales. Incluso bajo la presidencia de Biden, la asociación AUKUS y la caótica retirada de las fuerzas estadounidenses de Afganistán en contra de los deseos europeos parecen haber confirmado la sensación entre ciertos países de la UE de que carecen de influencia sobre la toma de decisiones en Washington.

La actual falta de confianza dentro del sistema internacional dificulta el compromiso de buena fe. Pero es imperativo incluir a China en la conversación global si se quiere superar estos problemas. China es ahora una parte importante del sistema global y es poco probable que esto cambie fundamentalmente en el medio plazo.

Ya se trate de establecer reglas sobre estándares tecnológicos internacionales, mitigar la próxima pandemia o gobernar los bienes comunes globales, será necesario cierto nivel de compromiso o acuerdo con China (ver el artículo Beijing’s Bismarckian Ghosts: How Great Powers Compete Economically, de Brunnermeir, Doshi and James). Sobre el cambio climático en particular, ninguna solución integral es posible sin China.

Puede resultar difícil para los políticos occidentales lograr tales acuerdos. Pero encontrar un equilibrio entre el acercamiento, las opiniones contrapuestas dentro de la alianza transatlántica y una China cada vez más asertiva será seguramente el desafío más importante de Occidente para la próxima década. l

Doctor por la New School for Social Research de Nueva York y por la Universidad Autónoma de Madrid