llevo tiempo llorando sobre los recuerdos de mi juventud venturosa a ritmo de arpa, maraca y tambor en los 60, cuando en Venezuela, ya derrocado el dictador militar Pérez Jiménez, una sociedad vitalista se lanzó al compromiso de trajinar democracia y hacer realidad el lema de Simón Bolívar: “Moral y luces son nuestras primeras necesidades”.
En alas del impulso libertario, con esa generosidad de la humanidad americana que se sabe habitante de un mundo nuevo, diverso y variante, se abrieron bibliotecas y archivos, se instalaron escuelas en las barriadas, se impulsó la universidad, cursos nocturnos para los trabajadores diurnos, promoviéndose no solo la alfabetización sino la literatura e historia nacionales, fomentándose artes, fundándose industrias y servicios. Se hizo tanto y en tan poco tiempo, que cansa enumerarlo.
Se trataba de que el petróleo que emanaba portentoso de los pozos de Maracaibo y Punto Fijo favoreciera a la sociedad en general, no a unos en particular. Y repito la idea del intelectual Arturo Uslar Pietri, de sembrar el líquido apestoso que una vez sirvió a los caribes para embardunar sus cuerpos con fines curativos.
De ser el segundo país exportador de petróleo tras Estados Unidos, en los 40, Venezuela hoy mantiene un quinto lugar, pero posee grandes minas de oro y hierro, poderoso caudal en sus ríos -el Orinoco es padre de las aguas- para represas y reservas de energías renovables, un agro que se abandonó pero resulta prometedor si se trabaja, una naturaleza hermosa desde sus costas caribeñas a los nevados Andes, que pudiera apuntarla entre los primeros en el listado turístico...
Desde su guerra de independencia, Venezuela estuvo sometida al poder militar, tan poderoso en América con su repertorio de caudillos ilustrados, en diversas fases, más o menos violentas, con interludio de guerras civiles. Su verdadera historia democrática arrancó en 1957, con la vibrante actuación de sus partidos y líderes cívicos, la loable conducta de estudiantes y obreros, de una Iglesia autónoma, de una sociedad que anhelaba bienestar, rebajando las tajantes y seculares diferencias sociales. Pero la exigencia fue descendiendo con el desastre de gobiernos inoperantes y corruptos, facilitando la irrupción de un hombre mesiánico en la política venezolana, primero como golpista, más tarde, elegido en las urnas por un pueblo atribulado.
Chávez, militar sin preparación intelectual, en su andadura errática y populista proyectó un carisma que necesitó robar a Bolívar para terminar vendiendo Venezuela a una Cuba que necesitaba respiro económico para culminar sus 40 años de revolución famélica, con sus exiliados, torturados, presos y hambrientos. Convirtió a Venezuela, otorgándole un registro revolucionario, en copia de semejante desastre humano. Tras casi 20 años de desgobierno, la multitud, impaciente, se ha lanzado a la calle para reclamar comida. Como en tiempos de la Revolución Francesa, cuando el hambre del pueblo hizo estallar los desvaríos de la nobleza de Versalles.
“No vengas”, me aconsejan los pocos amigos que me quedan en Venezuela, pues se han exiliado casi todos. “Llorarás” por el declive de la universidad donde estudiaste, declarada por la Unesco Patrimonio de la Humanidad y que se desmorona, por la peligrosidad de la urbanización donde viviste y el deterioro del parque donde jugaron tus hijos y en el que mangos y acacias y aun el araguaney, han muerto por el gas lacrimógeno que enturbia el ambiente. “No vengas” porque es arriesgado caminar por las calles, reclamar libertad para los políticos encarcelados, y sobre todo, expresar tu opinión de las cosas. “No vengas” porque no te podrás alimentar. En Venezuela, tierra de comedores de arepas, del maíz con que se hacen, vocablo indígena que significa “el que sustenta la vida”. Tampoco hay azúcar ni cacao, que en el siglo XVIII fueron sus grandes productos agrícolas, con que se enriqueció y los enriqueció la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, ni leche para los niños, medicina para enfermos ni ancianos. El pueblo hace colas para comprar los escasos alimentos con cartilla de racionamiento y miedo a ser asaltado. No hay nada de nada sino la perpetuación de un régimen disfrazado de ideología progresista que prometió al pueblo lo que no podía cumplir, entre otras cosas, porque cada uno de ellos debe amasar su propia fortuna.
Lloro, impotente, por Venezuela. Por sus muertos. Por la marcha de hombres y mujeres reclamando libertad en sus instituciones, en lucha desarmada contra un ejército y una policía agresiva y hostil. Por cuanto ha perdido en estos 20 años de sistema desgraciado. Lloro por la Venezuela de Gracia que quiso y pudo ser y no lo es.