Niños grandes
Es imposible no sentir repugnancia ante un desgraciado que pone una bomba en un concierto al que acuden mayoritariamente niñas y adolescentes. El atentado de Mánchester y sus consecuencias ocuparon, como es lógico, cientos de horas en los informativos de la semana pasada. Mientras tanto, el daño colateral de 150 civiles iraquíes muertos en un bombardeo en la ciudad de Mosul en marzo, reconocido también la semana pasada por Estados Unidos, ocupó tres segundos y medio de telediario, como una anécdota más de la inauguración de la nueva sede de la OTAN en Bruselas. Por cierto, se le dio bastante menos relevancia que al empujón de Trump al primer ministro de Montenegro.
Las 22 víctimas de Mánchester eran todas inocentes y cada una de ellas deja atrás la historia conmovedora de un proyecto de vida sesgado sin motivo. Exactamente igual que el de los 150 ciudadanos de Mosul aplastados por los escombros de un edificio en cuya azotea, según la versión norteamericana, se habían hecho fuertes dos francotiradores yihadistas.
Pese a que Occidente parece absolutamente desorientado ante esta amenaza, tiene mucho que ver con su origen: la ideología que anima al Estado Islámico y a sus simpatizantes no salió una mañana de debajo de una seta. Nació de la invasión de Irak en 2003 con el pretexto de desmantelar el inexistente arsenal químico de Saddam Hussein. Decenas de miles de civiles iraquíes murieron durante la invasión, se calcula que unos 6.000 tan sólo en la toma de la ciudad de Faluya. Todos estos civiles inocentes tenían hijos y hermanos, de los que decenas de miles fueron detenidos sin garantía judicial alguna en siniestras cárceles secretas estadounidenses, siendo Abu Ghraib la que impactó al mundo entero por las imágenes de prisioneros iraquíes maniatados, desnudos y ensangrentados, sus cabezas embutidas en bolsas de plástico, siendo vejados y torturados por sonrientes marines de Oklahoma que se fotografiaban junto a ellos orgullosos de su aportación a la seguridad del mundo libre. El único crimen de aquellos jóvenes iraquíes era el de haberse opuesto a la invasión de su país por fuerzas extranjeras. Por paradójico que parezca, el Estado Islámico existe gracias a la cárcel norteamericana (en suelo iraquí) de Camp Bucca, donde germinó el grupo de extremistas que, con Al Bagdadí a la cabeza, concluyó que los de Al Qaeda eran unos blandos y que para hacer frente a tan bárbaro invasor había que usar métodos aún más bárbaros.
Es sabido que un niño que coge a escondidas una caja de galletas y se la ventila de una sentada no es capaz de imaginar que, poco después, la caja vacía y su boca manchada de chocolate le delatarán como autor de la fechoría. Tampoco intuye el dolor de barriga que le va a sobrevenir. Porque es un niño y su mundo se reduce al aquí y al ahora. Los componentes del Trío de las Azores que abrieron en 2003 la caja de Pandora que ahora nadie sabe cómo cerrar, eran los tres mayorcitos. Supongo que calcularon (y ciertamente no les importó) que su chiquillada iba a costar la vida de iraquíes inocentes en ciudades que nunca habían oído nombrar, pero lo que seguramente no acertaron a imaginar es que iba a acabar causando la muerte de niños y jóvenes en Mánchester.
Salman Abedi provocó la muerte injustificada e innecesaria de 22 inocentes, y si no va a recibir castigo alguno es porque su vida fue una de las que su propio fanatismo e irracionalidad se llevó por delante. En Irak murieron de manera injustificada e innecesaria una media de 31 civiles al día durante un periodo de seis años, hasta un total de 66.081, según documentos del Pentágono revelados por Wikileaks. Pero el Trío de las Azores, lejos de haber sufrido consecuencia alguna, goza de nada azoradas jubilaciones: uno pinta, otro se dedica a las obras de caridad y el que tenemos más cerca se pone cachas en el gimnasio. A lo mejor lo que ha querido toda su vida es ser un marine como los de Abu Ghraib.