Siempre me ha sorprendido, cuando vemos un acontecimiento relevante como un partido de fútbol, la distinción que se hace entre personas y personalidades, como si los segundos fuesen más que los primeros. Pienso que es una jerarquización inútil y peligrosa. Y cuidado, que en la vida es necesaria la jerarquía ya que debe existir una estructura ordenada. Pero sin que sirva para clasificar a unas personas como más importantes que otras.
De hecho, el efecto más peligroso, sin duda, se da en las llamadas “personalidades”, las cuales acaban siendo esclavas de su guiñol. Es por eso que cuando un cargo político deja su puesto y vuelve a la vida normal el cambio es enorme. Muchas personas se creen su puesto y olvidan que son, con todas nuestras insignificancias, unos simples seres humanos. Recuerdo una entrevista a un futbolista que me llamó la atención. Eran unas palabras del portugués Deco en su época en el Fútbol Club Barcelona. Le preguntaron si la fama le había cambiado. Yo esperaba una respuesta semejante a ésta: “¿cambiarme la fama? Claro que no. Sigo con los amigos de siempre y pienso que hay que ser humilde ya que conforme se sube, se baja”. Sin embargo, no contestó eso. Su respuesta todavía me deja asombrado: “lo malo de ser famoso es que todo el mundo te trata de forma distinta. A excepción de mis padres, que siempre me van a ver como un hijo, la gente ya no me ve igual”. Es semejante a otra respuesta que dio Marlon Brando: “lo bueno de ser famoso es que todos te preguntan de cualquier asunto, sea el que sea. Y lo malo es que acabas pensando que sabes de todo”.
Sin duda, los dos tienen razón. Y la clave del asunto es la siguiente: asociamos las personas a sus puestos? y a sus sueldos. Y eso es un error gravísimo ya que las personas, personas somos. Es comprensible que alguien desee un autógrafo de Julio Iglesias o de Rafael Nadal, pero no por eso son más que nosotros a nivel humano. Sí, Julio Iglesias canta mejor que yo y Rafael Nadal juega al tenis mejor que yo. Pero seguro que yo soy mejor que ellos en algo. Es así de simple. Como demuestra Dan Ariely en su teoría del “agotamiento del ego”, una persona que es muy buena en algo se descuida en algún otro aspecto de su vida ya que todos tenemos ese juego de equilibrios. Así, alguien muy meticuloso en su trabajo puede ser dejado en la organización de sus cuentas bancarias o en la relación con su pareja. Además, debido al efecto de las heurísticas asociamos una característica muy destacada de una persona a toda ella. Si vemos a Anne Igartiburu anunciando apartamentos en un lugar idílico al lado del mar o a Matías Prats anunciando alguna cuenta bancaria, asociamos la fiabilidad que nos proporcionan como presentadores de televisión al producto que anuncian.
Con la posible excepción del presidente del Gobierno y del Rey de España, ninguna persona es un puesto. Un alto ejecutivo de una empresa lo es sólo durante las horas que ejerce el puesto (a no ser que esté obsesionado con su trabajo y se dedique al mismo a todas las horas del día; entonces podrá morir de karoshi, que es como denominan los japoneses a los que mueren por exceso de trabajo: unas 10.000 personas al año). El resto, es padre de familia. Lector de libros. Jugador de cartas. Aficionado al jardín de su casa. Lanzador de azada. Todo aquello que esté dentro de sus prioridades temporales.
Por eso, asociar una persona a una característica es un problema grave, ya que si esa característica falla se da una gran despersonalización. Un ejemplo claro nos lo proporciona Jorge Javier Vázquez, el célebre presentador de uno de los programas estrellas de Telecinco: Sálvame. Vázquez saltó a la fama con el programa Aquí hay tomate. Sin embargo, cuando el programa desapareció de la pantalla sufrió depresión. ¿Qué le ocurrió? Había asociado su papel de presentador a su persona. Y sin ese papel ya no era él. En mi humilde opinión, algo semejante le ha ocurrido a Esperanza Aguirre cuando ha decidido volver a la política. Es muy difícil dejar de ser el centro de la atención, ¿verdad?
La vida no deja de cambiar y de evolucionar. Tenemos diferentes épocas en las que somos padres, hijos, estudiantes, trabajadores, electricistas, cocineros, conductores de coches, jardineros, cuidadores, carpinteros o vendedores. Adaptarnos a esos cambios y mejorar con ellos es lo que nos hace disfrutar de todos esos pequeños momentos de la vida. Por eso, nunca somos personalidades. O si lo somos, el efecto dura muy poco tiempo. Somos uno de los millones de luces del vasto firmamento que brilla durante breves instantes para desaparecer en la noche infinita.