El dato no puede ser más devastador: para 2030 este trastorno será la primera causa de baja laboral en el mundo y una de las principales fuentes de discapacidad, según advirtió la OMS en fechas pasadas.
Todo parece indicar que la depresión, junto al estrés y a la ansiedad, es uno de los estigmas de nuestro tiempo. La secuencia no es fácil de trazar, pero unas y otras se empeñan en imponer la radiografía psicopatológica para este comienzo de siglo.
Sin embargo, la depresión no es nueva. Ya en la Grecia clásica, el pobre Alcmeón de Crotona padecía el suplicio de este mal, hasta el punto de que los cronistas de la época describían al pensador como triste y abatido tras la muerte de su esposa, a la que amaba con pasión. El propio Hipócrates tenía por costumbre enviar a los jóvenes depresivos a las fiestas dionisiacas para que la catarsis de sexo y vino remediase sus males de adolescencia.
En cualquier caso, persistimos en un principio paradójico. Por un lado, tenemos una sociedad tecnológicamente avanzada, repleta de grandes logros y de jubilosas conquistas (aunque quizá no sea el mejor momento para alardear de ello). Mientras por otro, pagamos un alto tributo al estar tiranizados por las prisas, la preocupación o el devenir de unos cambios vertiginosos, en los que mucha gente no logra hacer pie y acaba hundiéndose.
Con todo, una cosa es meridianamente cierta: en nuestra sociedad occidental la incidencia de la depresión es alarmantemente alta, y el ritmo de vida que nos imponemos -sobre todo en el medio urbano- tampoco parece ser el más idóneo. Metas inalcanzables; exigencias laborales altamente competitivas; las servidumbres de los compromisos bancarios; códigos sociales ante los que en ocasiones nos vemos abocados a sucumbir; el individualismo; la idea distorsionada del éxito, con una meritocracia devota del reconocimiento social y del poder adquisitivo; o trabajos que exigen un gran esfuerzo mental, pero una irrisoria recompensa intelectual, hacen que a veces nos sintamos impelidos a atravesar el desfiladero de la depresión.
Pese a ello, esa es la cara amable del problema. La otra empieza allí donde no hay la más mínima opción de elegir: el paro, el estrago de un desahucio, la precariedad laboral, la soledad o la enfermedad, conforman una constelación propiciatoria para la aparición de este mal du siècle, o bien una cadena de factores desencadenantes que lo provocan.
En España hay estudios epidemiológicos que reflejan la prevalencia anual de esta patología: entre el 4 y 5% de la población, con un 10% en riesgo de padecerla en algún momento de la vida, cuyo inicio se situaría en torno a los 30 años, en la que por cada hombre hay tres mujeres que la sufren, y donde uno de cada 10 trabajadores se enfrentará a una baja por trastorno depresivo con una media estimada entre 30 a 40 días por año. De 2007 a 2011 (prácticamente la cronología de la crisis económica), los trastornos depresivos o de ansiedad se incrementaron en un 10% en pacientes atendidos en atención primaria, debido fundamentalmente al desastre psicosocial en el que estamos inmersos, siendo la mayoría de los desencadenantes de cariz económico, como dificultades para afrontar el pago de una hipoteca, la precariedad laboral o la desesperanza ante el desempleo.
La depresión vendría a ser un síndrome de origen multifactorial que incide en la esfera afectiva. De modo que su aparición puede verse determinada por agentes genéticos, biológicos o psicosociales, aunque quizá sean los biológicos los que adquieran más relevancia al plantear la idea de nexo entre el espacio orgánico y el psicológico. Como quiera que surja, este trastorno está presidido por un deterioro del estado de ánimo, que da lugar a un hundimiento psicológico cuantitativa y cualitativamente mayor que cualquier otra afección producida por los avatares comunes que impone la vida, siendo la tristeza la seña identitaria, aunque su estela es similar: apatía, inhibición, desmotivación, negativismo, incapacidad para poder disfrutar de las cosas cotidianas, sentimiento de inutilidad, alteración del sueño y de la alimentación, cansancio sin causa aparente, dificultad de concentración o pensamientos recurrentes de muerte que, en el peor de los casos, pueden desembocar en respuestas suicidas. La reciente tragedia de los Alpes es una muestra de esto, si bien a día de hoy se desconoce un diagnóstico completo sobre el estado psicológico que padecía el copiloto de Germanwings.
Si la depresión es leve, se puede tratar sin medicación. Pero cuando tiene carácter moderado o severo es necesario el uso de fármacos y de psicoterapia que facilite al paciente recursos y estrategias con los que afrontar su quebranto anímico. Asimismo, es vital la colaboración de sus más allegados, que sepan comprender a la persona y ayudarla en la medida de lo posible, siguiendo las pautas sugeridas por los profesionales que le atienden.
En Europa, la Organización Mundial de la Salud estima un aumento considerable de la depresión, así como otros trastornos mentales, debido al envejecimiento de la población, a los estilos de vida y al mayor número de personas expuestas a situaciones psicosociales adversas. El paro endémico, las formas de vida aislada tras el debilitamiento de los lazos familiares y sociales, las situaciones de exclusión social, aumentan considerablemente la vulnerabilidad de gran parte de la gente, propiciando modelos de conducta que amenazan la salud mental y que generan incertidumbre sobre las complejas formas de convivencia social.
Ante este reto, conviene añadir que los verdaderos gladiadores de nuestra sociedad no son esos deportistas de elite que acaparan los medios audiovisuales, los políticos de turno o esa fauna televisiva que simula batirse en cruzadas feroces, sin más mérito que el valor de unas vidas intrascendentes y ridículas. Los auténticos guerreros de la sociedad somos nosotros, la gente normal y corriente, los que peleamos día a día con las vicisitudes y zancadillas que nos impone la aventura de salir a calle, y además sonreír de frente. Necesitamos cambiar de vida, sí, pero no de planeta. A veces no es necesario plantearse objetivos extraordinarios, tan sólo modificar algunas pautas en nuestros modos y costumbres, lo cual no es poco.
La depresión no es nueva. Ya en la Grecia clásica, el pobre Alcmeón de Crotona padecía el suplicio de este mal
El paro endémico, las formas de vida aislada, la exclusión social, aumentan la vulnerabilidad de gran parte de la gente