La victoria de Laporte, gregario de Vingegaard, simbolizó la recompensa para el trabajo de los humildes, de los ciclistas que hacen el trabajo sordo en cada etapa y lo dan todo por su líder. Cuesta olvidar las batallas de los Pirineos, donde se dieron cita los principales ingredientes del ciclismo, la lucha táctica de los conjuntos, y la personal entre Vingegaard y Pogacar; mostrándonos cómo es un deporte individual que se corre por equipos. Camino de Peyragudes, el UAE endureció las subidas, y Pogacar atacó al maillot amarillo, que se defendió solo. Los del Jumbo no podían seguir el ritmo de los compañeros de Pogacar. Al día siguiente sucedió lo contrario. Habían guardado fuerzas para la que habían señalado como etapa decisiva, una estrategia que resultó acertada. Pogacar, sin gregarios, se desgastó en múltiples ataques en el penúltimo puerto, Spandelles, pero Vingegaard dio la estocada final, en Hautacam, ayudado por Van Aert, que puso un ritmo incapaz de seguir por el esloveno. Por si faltaba emoción, en la bajada de Spandelles Vingegaard se llevó un buen susto, y Pogacar se cayó. Se incorporó rápido y su rival le esperó con caballerosidad. Este Tour está siendo durísimo, en las metas en alto los corredores llegan de uno en uno; y las diferencias son enormes, Nairo, quinto, está a trece minutos; Yates, décimo, a 20. Admiramos a los héroes capaces de proezas inalcanzables, pero también a quienes luchan dando tumbos, como muchos en Hautacam, para evitar llegar fuera de control, porque se parecen a nosotros.

"La victoria de Laporte, gregario de Vingegaard, simbolizó la recompensa para el trabajo de los humildes, de los ciclistas que hacen el trabajo sordo en cada etapa y lo dan todo por su líder"

Siempre miro los Pirineos con el prisma de la bicicleta, y no puedo dejar de ver en ellos una parte sustancial de mi vida, de mi formación en todos los ámbitos, el de los valores, el deportivo, el cultural, el sentimental. La vida en un camping cerca de Jaca, donde pasé cada verano de mi infancia, adolescencia y juventud, fue el gran laboratorio para ese proceso, y también para mi pasión ciclista. Sin saber lo que me iba a deparar el veraneo en aquel camping, ya me gustaba antes de conocerlo, porque significaba estar a un paso de los puertos míticos que se subían en el Tour. Estando tan cerca, pensé que sería fácil convencer a mis padres para recorrerlos, en coche, porque yo aún apenas alcanzaba a los pedales de mi bicicleta infantil (pero con manillar de carreras). Lo conseguí. Subimos el Aubisque y el Tourmalet. Y a punto estuvo de costarnos la vida, pues en el regreso, bajando el Aubisque hacia Laruns, nuestro coche se quedó sin frenos. Con nervios de acero, mi padre consiguió detenerlo en el paso por Eaux-Bonnes y arreglarlo en un taller. Si eso nos llega a pasar en la zona de los precipicios, hubiera sido fatal. Luego imaginé, en mi novela Muerte en el Aubisque, que asesinaban a un comisario de policía tirándolo con su coche por esos barrancos. Se escribe lo que se vive.

Cuando crecí, llegaron allí los entrenamientos ciclistas veraniegos. A veces, según las fuerzas del día, pedaleaba por las carreteras del prepirineo, largas rectas bajo un sol de plomo, sin demasiadas cuestas; o bien me adentraba en los valles y puertos. En unas buscaba el horizonte para mis ojos, la calma; en otros, el reto duro. Después, llegaba el encuentro con la pandilla, y para acabar la jornada, las fiestas nocturnas en el carrascal del monte cercano. Chicos y chicas de Arrasate, de Zaragoza, de Barcelona, de Holanda, de Francia, de mil sitios; los que repetíamos cada verano, más las nuevas incorporaciones al grupo. Crecimos y descubrimos juntos quiénes éramos. De ese grupo salieron mis mejores amigos, y en él se tejieron amores muy tiernos.

A veces vuelvo a poner las cubiertas de mi bici sobre esas carreteras del Pirineo y se recargan mis recuerdos como si fuera ayer: la cadena rota aquel día, un pinchazo, la acequia donde metí los pies abrasados, una pájara. Cada carretera guarda las vivencias particulares acontecidas sobre ella, y la memoria se abre como una flor, transmitiendo toda la vida pasada. También me hacen rememorar el entorno poético de aquel momento, la gente, las caricias, las risas, los besos, los deseos. Los deseos conseguidos y los esquivos, que en esas carreteras siguen vivos, latentes, esperando aún su oportunidad. Esa memoria que se despliega desde las carreteras, con los lugares, es transversal, es pasado presente y futuro a un tiempo; porque los recuerdos reviven con ella y los sueños aparecen para seguir orientando.

Otro recuerdo imborrable es el de la Vía Láctea, que me informó sobre la importancia de salir, de ver otras cosas. Con los cielos brumosos por la influencia del mar, o velados por las nubes que siempre aparecen en nuestro clima, a mis diez años aún no había visto esa majestuosidad. En el Pirineo, con su altura y sus techos limpios, la Vía Láctea se ofrecía como una verdadera senda blanca espolvoreada de estrellas, que casi se podían tocar. La fascinación se acrecentó cuando vi caer la primera estrella fugaz, algo desconocido, mágico. Ver estrellas fugaces era otro de los alicientes de las noches de aquellos veranos, por la belleza del fenómeno, y también para pedirles un deseo. Cuando tengo la fortuna de volver a ver alguna, aún le sigo pidiendo el mismo deseo.