Estoy seguro de que esa frase del título, Maldito pavés, habrá sido la más pronunciada, en los diferentes idiomas del pelotón, tras la etapa de ayer, que terminó en la ciudad minera de Arenberg, recorriendo once sectores de pavés como los de la París-Roubaix. La habrán dicho los afectados por algún percance, como Roglic, Vingegaard y Van Aert, pero también los que hayan salido beneficiados en la clasificación. Unos por su pérdida, y otros por el sufrimiento que comporta pedalear sobre esos adoquines separados por grietas de varios centímetros de tierra. El paisaje, al paso de los ciclistas con su caravana de vehículos, se transformaba en una imagen del desierto, con nubes de polvo levantadas por el rodar de bicis y coches.

La carrera resultó trepidante para el espectador, aunque pienso que es un espectáculo algo injusto desde el punto de vista ciclista. No se trata de una clásica de un día, sino una prueba por etapas, la más importante del calendario. Los corredores se han preparado para responder a las exigencias de la montaña, de la contrarreloj, y toda esa preparación se viene abajo por un mal golpe de la fortuna. Es lo que le ocurrió a Roglic, que se cayó en el tramo final, por un fardo de paja que ocupaba la calzada, movido por algún espectador, o por el viento, pero sin que hubiera sido colocada en su sitio, a tiempo, para el paso de los corredores. Por suerte, Roglic se caracteriza por su fuerza mental, y seguro que hoy lo vemos con una sonrisa y sin condenar al destino por su mala suerte, repetida en el Tour. Sabe, como recomendara Gramsci, el filósofo italiano que me gusta mencionar, que cuando las cosas se tuercen, hay que tener la serenidad de volver a comenzar la tarea desde el principio. Es lo que tendrá que hacer el esloveno, replanteándose la táctica para restar los dos minutos perdidos con su compatriota Pogacar.

La labor de su equipo, el holandés Jumbo, fue encomiable, ayer y en los primeros días del Tour. La víspera, camino de Calais, orquestó un ataque de libro, de ésos con los que los directores deben soñar por las noches: todo el equipo a bloque en fila india en la subida decisiva, tensando la cuerda, hasta que con el último ataque, el de su líder, en este caso Van Aert, la cuerda se rompe, para que se vaya solo y entre victorioso en meta. Me recordó la táctica de Induráin en los últimos puertos de sus mejores Tours, los gregarios subían el ritmo hasta que Miguel aceleraba y se iba sin rivales. Igual que Armstrong, lo hacía precedido de Heras, aunque el más llamativo fue su triunfo en Alpe d’Huez, donde Txetxu Rubiera esprintó durante un kilómetro para que rematara solo el americano; lo mismo que hacía Froome, como en la subida a la Pierre de Saint Martin, remachando el último e infernal relevo de Richie Porte.

Ayer, atravesado por la adversidad, el Jumbo dio un ejemplo de compañerismo. Su segundo jefe de filas, Vingegaard, tuvo una avería, inmediatamente se detuvo un compañero de equipo que le dejó su bici. Pecó de voluntarismo, pues su talla era mucho mayor y Vingegaard no llegaba a los pedales. Tomó la de otro compañero que paró, pero ésta también era muy grande y sólo podía pedalear de pie. Las maniobras de urgencia no le sirvieron y tuvo que esperar al coche. Un poco más adelante se cayó Roglic, como he contado. El equipo se dividió, la mitad para cada líder, con todos los gregarios tirando, con lo que consiguieron minimizar las pérdidas con Pogacar. Pogacar parece tener esa suerte del campeón, aquella que decía Induráin que había que tener para ganar el Tour, ninguna enfermedad, ningún percance, incluso ningún pinchazo. En el pavés hizo gala de su poderío, marchando en cabeza, e incluso atacando. Pero pienso que no se granjeó el apoyo de muchos aficionados, al menos no el mío. No es elegante, no es de caballeros, atacar cuando tus rivales se han caído, y él lo sabía por la información del pinganillo. Así que creo que ayer hizo más enemigos que amigos en el pelotón, y quizá eso no fue muy inteligente, Induráin nunca lo habría hecho. No le gustaba la ventaja adquirida en la desigualdad deportiva.

Lo ocurrido ayer me recuerda un hecho muy célebre del Tour de 1934. René Vietto, un corredor de origen humilde, de ideas comunistas, que había sido botones de hotel en Cannes, era, a sus 20 años, la revelación. Había volado en los puertos alpinos, ganando tres etapas, convirtiéndose en el candidato para triunfar en los Pirineos. Sin embargo, su espíritu de sacrificio a favor de Antonin Magne, líder de la escuadra francesa, acabó con sus aspiraciones. En la etapa camino de Aix les Thermes, Magne rompió la rueda delantera y Vietto le dio la suya. Al día siguiente, en el col del Portet d’ Aspet, cuando Vietto marchaba por delante, Magne tuvo una avería en la transmisión de su bici, Vietto, informado por el comisario que iba en moto, retrocedió más de dos kilómetros para encontrarse con Magne y cederle su bici. Magne ganó el Tour, pero Vietto había dado una muestra de compañerismo que conquistó para siempre el corazón de los franceses.