La vida en un campo de concentración: "Solo hay una salida, la chimenea"
Se cumplen 80 años este mes de abril desde que se liberaron los últimos campos de concentración nazi, lo que supuso abrir una puerta al horror que sometió a millones de personas y estuvo oculto durante casi una década
“Nuestra fila llegó a la entrada delante de la cual nos ordenaron parar. Allí había una inscripción Arbeit macht frei (El trabajo hace libre). A lo largo de la entrada había varias hileras de alambres de púas e inscripciones Vorsicht, Lebensgefahr (atención, peligro de muerte). Así era la alambrada que rodeaba el campo, pensé, pero ¿cómo atravesarla si había tantos soldados de los SS?”.
Hijo de un oficial del ejército polaco, Tadeusz Sobolewicz (Poznan, 1923-Cracovia, 2015) sobrevivió a Auschwitz, actual Oświęcim en polaco. También a Buchenwald, Leipzig, Mülsen, Flossenburg y Regensburg. Todos los campos de concentración se parecían: la salida más factible era la muerte. El matiz residía en la causa: por cansancio o enfermedad, como en los campos de concentración. O por aniquilación directa en los de exterminio.
Durante la Segunda Guerra Mundial, los jerarcas nazis decidieron que no podían esperar al final de la contienda bélica para el extermino, sobre todo de los judíos: entre diciembre de 1941 y enero de 1942, cuando se celebró la Conferencia de Wansee, instauraron la industrialización del terror. La perfección de una máquina que mataba a gran escala.
El primer campo, en Turingia
Un colegio de Nohra, un pueblo al lado de Weimar (ciudad que bautizó la república que el III Reich enterró), fue el primer campo de concentración: allí empezaron los nazis a encerrar a los disidentes comunistas de Turingia.
Uno de sus impulsores fue Wilhelm Frick, ministro del Interior de un Gobierno regional que contaba con dos miembros del partido de Adolf Hitler. Cuatro años antes de que la historia cambiara en Berlín, la derecha se había apoyado en la extrema derecha para quitar el gobierno al Partido Socialdemócrata.
Sin cordón sanitario, así abrieron la puerta de las instituciones al partido nazi en Turingia. Esta región ha dado a la AfD su primer triunfo en unas regionales en septiembre de 2024.
Aquel campo de concentración duró unas semanas, pero la idea caló: a final del año, muchos políticos de izquierdas estaban encerrados en centros similares.
No hay cifra exacta, pero millones de personas fueron asesinadas desde que en Turingia abrió aquella suerte de campo de concentración, sistema cuya invención algunos historiadores atribuyen a España en Cuba a finales del siglo XIX y otros, a los ingleses en la Segunda Guerra de los Bóeres en Sudáfrica, y hasta que comenzaron las liberaciones: desde la de Majdanek en julio de 1944 hasta la de Bergen-Belsen en abril de 1945.
Las estimaciones apuntan a unos 2,7 millones de judíos asesinados directamente en estos campos, a los que hay que sumar alrededor de dos millones en otro tipo de fusilamientos y masacres —con fosas en los alrededores de los campos—, y un millón en los ghettos de distintas ciudades en los que los nazis los recluyeron según avanzaba la invasión hacia el Este. Hasta un total de seis millones.
No fueron los únicos. Si primero fue la oposición política, que el poder llamaría disidencia y traidores a Alemania (“ante Dios y el mundo, el más fuerte tiene el derecho de hacer prevalecer su voluntad”, proclamó Adolf Hitler), después el círculo de enemigos se amplió: los nazis culpaban a los judíos de la crisis alemana, pero hubo grupos muy numerosos de personas no judías asesinadas: desde los prisioneros soviéticos, personas con distintos tipos de discapacidades (a los que calificaban de gasto para el Estado), gitanos, resistencia polaca, personas LGTBI...
Así se recibía a los presos: “La única salida es por la chimenea”
“El jefe del campo os comunica que os halláis en un campo de concentración alemán en el que es de vital importancia la disciplina, la subordinación y el orden. Todos estáis obligados a trabajar”, recuerda Tadeusz Sobolewicz en su libroHe sobrevivido para contarlo: “El que no trabaje por el bien del pueblo alemán, tiene que morir, cuanto antes, mejor”.
El jefe de Auschwitz se lo concretó a su manera: “Todos los judíos que están en el grupo recién llegado pueden vivir dos semanas; los curas, un mes, y los demás, tres meses. Después, para todos hay una salida: la chimenea. Al que no le guste lo que acabo de decir puede dar un paso adelante o lanzarse a la alambrada. También vale como solución”.
El terror es el ambiente. Al bajar de unos vagones que los había transportado por Europa como al ganado, las personas son clasificadas en función de su fortaleza, rodeados de soldados de los SS armados hasta los dientes. Algunos son tiroteados en la fila.
Ahí empezaba la despersonalización del ser humano: no había rostros, nombres ni historias personales; eran números que vestían esa suerte de pijama icónico fuera invierno o verano, con cabezas rapadas y sin ningún efecto personal. Todo lo tenían que dejar en el pabellón correspondiente, el Effektenkammer.
El procedimiento al llegar estaba muy regulado. Había que sacar las fotos. Al igual que al quitarles sus joyas, maletas o lo que fuera que llevaran, de esa labor no se encargaban los soldados, sino otros prisioneros. “El prisionero que fotografiaba a los nuevos gritaba: No te muevas, hijo de puta, que te voy a dar un sopapo”, rememora Sobolewicz que no terminaba de entender “por qué en todas partes hablan tan alto y gritan, por qué todo se hace tan deprisa, en un ambiente de terror, miedo y vileza; por qué uno recibe golpes en la cabeza si no sabe qué hacer y cómo comportarse”.
“No llegaba a comprenderlo, sin embargo, tenía que adaptarme”, concluyó Sobolewicz, puesto que de lo contrario, “corría el riesgo de convertirme en uno de esos golpeados y maltratados que depositaban junto a la escalera”. Donde echaban a los muertos de cada barracón.
El primer día fue cargar con sacos de ladrillos que pesaban 50 kilos a la velocidad que los supervisores imponían. Si alguien se rezagaba, paliza. Si a alguien se le caía el saco, paliza. En algunos casos, hasta morir. Si a alguien se le caía una gota del cuenco de comida, paliza.
No hay autocrítica ética: solo fue un “error”
En la cúspide de la máquina sádica de Auschwitz estuvo el comandante Rudolf Höss durante cinco años. Antes de morir condenado en 1947 a la pena capital en un cadalso del propio campo, junto a la cámara de gas, escribió sus memorias, cuya edición española está prologada por Primo Levi para desmontar la justificación que pretende Höss con el libro, en el que califica las prácticas criminales como “espantosas torturas aplicadas a los detenidos”.
“Por supuesto que sabía que los detenidos eran maltratados por los SS, por los empleados civiles y en igual medida por sus propios compañeros de penurias”, aseguró antes de querer apartarse de todo eso: “En su día me opuse en vano a todo ello por todos los medios que tenía a mi alcance. Otros comandantes que compartían mis ideas obtuvieron resultados tan poco satisfactorios como los míos, pese a que dirigían campos menos impotantes y más fáciles de vigilar”.
“Nada se puede hacer contra la maldad, la perfidia y la crueldad de algunos individuos encargados de vigilar a menos que se les vigile a ellos mismos”, excusó Höss a las puertas de la muerte en unas reflexiones en las que calificó el Holocausto no como un crimen, sino como un “error total”.
No por convicción ética, sino por la consecuencia: “El exterminio de judíos en masa ha despertado el odio del mundo entero contra Alemania. De nada sirvió a la causa antisemita; por el contrario, permitió a la judería acercarse a su objetivo final”.
Tres nombres: Himmler, Eicke, Höss
Höss fue un hombre clave en Auschwitz-Birkenau, el principal escenario de exterminio (un millón de personas) junto a Treblinka (900.000 personas), pero hay dos nombres que conviene destacar: el ministro Heinrich Himmler, el jefe de los SS que controlaba la red de campos y ministro de Hitler; y con él, Theodore Eicke.
A Auschwitz y su gas Zyklon B se llega por macabra I+D+i. Las balas hacen falta para la guerra y matar cara a cara a hombres, mujeres, niños y niñas desmoraliza. Unos vestuarios con unas trampillas arriba en las que echar el gas.
En las paredes de ese cuarto frío –los nazis trataron de destrozar pruebas en su huida, pero se conserva una cámara de gas– hay marcas de uñas. Muchas. La angustia de la agonía.
Al rato, otros prisioneros recogían los cadáveres y los metían en los hornos crematorios. La sádica perfección de lo que empezó en un colegio de Turingia.
El primer gran campo: Dachau
Pieza clave en esa evolución fue el campo de Dachau, destinado en un principio a comunistas, socialdemócratas, sindicalistas y otros opositores al régimen nazi. Tras dos comandantes fallidos, Himmler puso a Theodore Eicke a cargo en el primer semestre de 1933. Pocas semanas después de la llegada de Adolf Hitler a la Cancillería.
Por este campo de concentración próximo a Múnich pasaron hasta 1945 alrededor de 200.000 presos, de los que murieron al menos 40.000. Otros muchos lo harían en otros campos de la red.
Además de encerrar a disidentes, allí se realizaron muchos experimentos médicos al servicio del Ejército de Tierra (pruebas de hipotermia con prisioneros) y el del aire (males de altura); Eicke desarrolló reglamentos de comportamiento en campos de concentración que extendería al resto de la red; y aquí se formaron cuadros de oficiales que irían a otros campos.
Incluido el propio Eicke: como un director ejecutivo que reflota una empresa de un gran grupo, la dirección lo envió a otras latitudes del III Reich a que hiciera lo mismo. A poner en marcha nuevos campos.
Se autonombra inspector de toda la red, que en la práctica suponía estar por encima de todos los comandantes de los campos. Fue en 1934, mismo año que mató al líder de los SA Ernst Röhm, al que encerró en Dachau tras la Noche de los Cuchillos Largos acusado de intentar un golpe contra Hitler. Eicke y Michael Lippert le dieron una pistola para que se suicidara. “Que venga Hitler a matarme”, le espetó. Lo mataron.
Los tres años hasta 1937 Eicke dio forma al sistema de los campos de concentración: cierra algunos y abre nuevos (solo dos campos abiertos a mediados de 1936 siguen en 1938: Dachau y Lichtenburg). En ese periodo, Hitler apostó por ellos: el estado de excepción y la aniquilación de quien la Gestapo y los SS consideraran ya estaba en marcha.
Desde donde se dirige la red: Sachsenhausen
Auschwitz, Treblinka, Belzec, Jasenovac… engrosan una lista de una red que a lo largo de más de una década incluyó 25.000 enclaves. Fueran campos de trabajos forzados, campos de traslado, campos de concentración y campos de exterminio.
Una pieza clave en esa red fue Sachsenhausen, operativo desde 1936 al 22 de abril de 1945, en plena consolidación de Eicke, y el final de la guerra. A las puertas de Berlín, fue un campo de clasificación y de trabajo, que presentaban tasas de mortalidad más alta que los campos de concentración. Además de liquidar al enemigo, estos campos servían para encarcelar a elementos asociales y mendigos, a los que ponían a trabajar.
Viaje al horror de 80 guipuzcoanos en los campos de concentración nazis
No era casual que, como ha escrito David de Jong en el libro Dinero y poder en el Tercer Reich, campos como Buchenwald estuvieran junto a una fábrica de ladrillos; Flossenburg y Mathausen, junto a canteras; o que empresas como IG Farben, Daimler-Benz, Afa y Volkswagen tuvieran fábricas junto a Auschwitz, Buchenwald y Neuengamme.
La inspección de toda la red estaba en Sachsenhausen, que abrió sus puertas con el citado Lippert, socio de Eicke en el asesinato de Röhm, al mando. No era un campo de exterminio ni tenía hornos crematorios. Los cadáveres los solían trasladar a una morgue de Berlín. Hasta que una furgoneta sufrió un accidente y hubo cuerpos desparramados en la calle. Un escándalo a ojos de la ciudadanía que nada sabía. Había que optimizar el sistema: ordenaron a los prisioneros levantar hornos en el propio campo de Sachsenhausen.
La maquinaria criminal, hacia la locura
Desde el colegio de Turingia hasta el horno crematorio de Auschwitz, cada paso hacia la locura invitaba al siguiente. Un sinsentido del que era muy difícil salir, como reconoce en una de las pocas verdades que se le intuyen a Höss en sus memorias: “Me mantengo fiel a la filosofía del partido nacionalsocialista. Cuando se ha adoptado una idea hace 25 años, cuando se está vinculado a ella en cuerpo y alma, no se renuncia porque aquellos que debían materializarla, los dirigentes del Estado nacionalsocialista, hayan cometido errores y actos criminales que han levantado contra ellos al mundo entero y hundido en la miseria al pueblo alemán durante décadas”.
“Llegaron a someter bajo su voluntad a todo nuestro pueblo que, con raras excepciones, los ha seguido hasta el fin sin manifestar el menor espíritu de crítica o resistencia”, escribió Höss, que buscó dar una imagen de rehén en la maquinaria de las SS, el partido nazi y el III Reich.
Quienes sí estaban presos y no tenían ninguna opción de escapatoria eran las miles de personas que fueron liberadas los últimos meses de la guerra hace ahora 80 años. Como Tadeusz Sobolewicz. Los campos de concentración eran un sálvese quien pueda respecto a los demás, respecto a uno mismo. No dejarse llevar. Aguantar mientras se pudiera, porque cuando no se pudiera… “Nadie me ayudaba si no me ayudaba a mí mismo. El que no daba problemas, recibía menos golpes y tenía más oportunidad de sobrevivir al día siguiente”.
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