Una cosa son los datos y otra, las historias personales. En Gipuzkoa casi cuatro de cada 1.000 personas tienen una enfermedad rara, según el Informe del Registro de Enfermedades Raras de Euskadi (RER-CAE). Bajar al detalle significa encontrar familias luchadoras, que se sobreponen a base de amor y esfuerzo a las dificultades propias que conlleva tener un hijo o hija con enfermedades de difícil diagnóstico, incurables y que te obligan a rehacer tu vida. Es el caso de Tere Rojo, mujer errenteriarra de 50 años que cuenta sin tapujos cómo es la vida con su hijo Jon Ander, de 23 años y que tiene el síndrome de Mowat-Wilson. El vínculo entre ellos salta a la vista, pero Tere no edulcora la realidad.

Las pocas personas, como Jon Ander, que tienen el síndrome de Mowat-Wilson (hay 38 en España según la Asociación Española de esta enfermedad rara que preside la propia Tere Rojo) presentan unos rasgos faciales “parecidos”, además de discapacidad intelectual y severos problemas digestivos, ataques epilépticos y dificultades en la movilidad. Los problemas de salud son constantes durante toda su vida.

La reacción habitual al principio por parte de la familia es “la negación”. “Tengo mellizos. Jaione, la chica, está perfectamente sana. A Jon Ander le operaron varias veces en el primer año y medio y al inicio no quieres ver que algo no va bien, porque es muy doloroso”, reconoce. El número de operaciones ascendió a “25 o así” en los cinco primeros años de vida del chaval, “casi todas por el tema digestivo. Tiene el esófago destrozado”. Un sinvivir para él y para la familia. Los médicos le dijeron que tenía un “síndrome polimalformativo”, que incluye anomalías congénitas múltiples. El diagnóstico de Mowat-Wilson no llegó hasta los trece años. “La soledad es tremenda. Nadie te entiende”, comenta.

La sensación de “culpa” es habitual entre las madres: “Me echaba la culpa de todo. El diagnóstico no soluciona nada, pero alivia. Es una enfermedad genética que sucede. He hecho un trabajo emocional muy grande para superarlo”, cuenta esta vecina de Errenteria, que recuerda que los primeros años fueron “agotadores, de mucho cansancio, siempre con la inquietud de querer hacer más”.

En el caso de Jon Ander, cuando acabó la época de continuas visitas al quirófano, llegó la epilepsia, “que se fue controlando pero se descontroló a los 15 años”. “Creíamos que era ansiedad, pero le dio un enorme ataque epiléptico, con una ausencia que duró mucho tiempo. Nos dieron una medicación de rescate y logramos que esos episodios que duraban horas bajaran a 12 minutos. Pero la medicación era tan fuerte que comenzó con aspiraciones, que es que se introducen alimentos o líquidos en los pulmones. Eso le provocó dos años muy malos”.

En 2020 pensábamos que se moría por las aspiraciones. Pedimos la hospitalización domiciliaria porque queríamos que estuviera en casa. Le dieron un antibiótico muy fuerte. Mejoró y ahora es el momento en el que no toma medicación para la epilepsia y toma menos medicación para controlar la conducta, porque a veces no controla sus impulsos. Tiene lo que se llama acercamientos inadecuados. A veces no gestiona las emociones y no sabe cómo acercarse a la gente. Se pone tan nervioso cuando ve a alguien que quiere que le puede dar un golpe. Lo estamos trabajando. Pero ahora está estable y feliz”, cuenta Tere.

“Dedicada” a su hijo

Ante un historial clínico tan complicado, la madre de Jon Ander tuvo que aparcar el trabajo: “Me he dedicado a Jon Ander. En qué trabajo voy y digo que no puedo trabajar porque mi hijo va a estar 40 días hospitalizado, o tengo que ir al hospital a tal consulta, o faltar no sé cuántos días por otra operación… Ahora podría trabajar, pero con 50 años, ¿dónde mo cogen?”, confiesa.

Jon Ander “estuvo dos años en Aspace en guardería” y luego otros cinco “en la ikastola pública de Errenteria, en el aula ordinaria, hasta que nos dijeron que era el momento de pasar a un aula estable, porque ya no podía estar con otros 25 compañeros. Fuimos a un aula estable de un centro concertado, porque no había en un colegio público, que ahora sí empieza a haber”. Ahora lleva dos años acudiendo a diario a la sede de Ategorrieta de Uliazpi (centro especializado en tratar a personas con discapacidad intelectual y del desarrollo), además de pasar allí un fin de semana de cada tres en el programa que se denomina Respiro, porque permite que la familia se tome ese “respiro”, como dice Tere: “A las familias esto nos absorbe y no dura unas semanas, ni unas meses, sino toda la vida”.

¿Y cómo es Jon Ander? “Pues es un disfrutón y también un superviviente”, dice su madre: “Tiene una gran relación con los animales. Cuando llega a casa, vamos a ver animales a algún caserío, tiene una gran relación con los animales, ya sean vacas, cabras o perros. Está encantado en la naturaleza. Tiene rasgos autistas y le gusta la tranquilidad y la naturaleza. Y le gusta venir al bar del barrio porque conoce a todo el mundo y le gusta la tortilla y las croquetas. Y damos paseos, para él es muy importante moverse, hacer ejercicio. Le gusta ir agarrado a alguien, por seguridad y yo creo que también por el contacto. Sentado en el sofá es igual, se pone pegado a mí”. Su capacidad para disfrutar es encomiable teniendo en cuenta los problemas de salud que arrastra. “Ha aprendido a vivir con dolor. Me acuerdo una vez que, después de unas pruebas, una médico le dijo que tenía el esófago destrozado. ¿Pero puede comer, beber y dormir normal?, nos preguntó. La doctora estaba sorprendida. Tiene el umbral de dolor muy alto. Otro día se cayó y se rompió la rótula. Hasta que no se le hinchó la rodilla ni nos dimos cuenta”. Esto les ha hecho “vivir el presente”: “Nos lo ha enseñado él. Si está mal, está muy mal. Pero si está bien, a vivir”.

En Uliazpi disfruta: “Estamos encantados con ese lugar. Nos sentimos súper afortunados. Van mucho a la calle, que es algo que le encanta. Hacen terapia canina, andan a caballo, hacen musicoterapia, van a la piscina, al huerto… todo le va bien. Como duerme mucho, tiene energía y durante el día es muy activo. Las monitoras que están con él y con otros chavales, Asun y Maite, hacen un esfuerzo brutal. También han puesto en marcha un cicloergómetro. Tiene motor y les ayuda a mover las piernas y hacer ejercicio, porque la mayoría tienen poco músculo”.

Gasto económico... y emocional

El gasto económico que supone tener un hijo con una enfermedad rara es elevado. Al hecho de no poder trabajar en este caso la madre, se unen gastos que no tienen otras familias: “Hemos llegado a pagar 200 euros al mes en medicación, por ejemplo. En ayudas directas puedes recibir alrededor de 420 euros mensuales y vivimos en una casa de protección oficial. Digamos que no tengo ahorros”. 

Pero bastante más elevado aún puede ser el gasto emocional: “Hay muchas familias que se rompen. A tu pareja, en vez de tenerla al lado, a veces la pones enfrente. Yo tuve años que pensé que mi marido no le quería tanto a Jon Ander porque no lloraba igual que yo. Hice ese trabajo emocional y vi que Jon Ander es mi luz, los mejores valores me los enseña él. Estoy orgullosa de la familia que tenemos. Nuestra hija, Jaione, es maravillosa y siempre está dispuesta a ayudar, pero le hemos dejado claro que su hermano no es ni su responsabilidad ni su mochila”. Con todo, Tere es sincera: “Amo con locura a mi hijo, pero si pudiera elegir no lo tendría porque él ha sufrido muchísimo. Como madre, no quieres que tu hijo sufra”.

Han decidido vivir el presente: “En 2020 creíamos que se moría. Tenemos aceptado que lo que tenga que ser, será. Jon Ander es una persona con riesgo importante de tener por ejemplo un cáncer, el tema de la muerte está ahí siempre, pero hemos decidido no estar todo el día con pruebas, resonancias o endoscopias. Queremos que tenga vida de calidad y eso ha hecho que seamos más felices. Si él tuviera cáncer en el estómago, no se podría operar ni tampoco aguantaría la quimioterapia. Cuando aparezca algo, queremos que tenga el menor dolor posible”.

Las familias que tienen algún miembro con una enfermedad rara suelen pedir un esfuerzo a las instituciones. “Les pediría que dieran más recursos económicos a centros como Uliazpi. Son chavales que tienen las mismas necesidades que los demás en ocio, en hacer ejercicio. Es algo que recomiendan los médicos. Que haya también más aulas estables, con más profesores. Y que haya más médicos como la que vamos nosotros en el Hospital Donostia, que ella nos lleva todo, lo que facilita mucho las cosas”. Reconoce que es “difícil aglutinar las enfermedades raras”. Son muchas, variadas y las personas que lo sufren son pocas: “Quizás se podría unir a los que tienen una discapacidad a nivel cognitivo, porque las terapias serían parecidas. Necesitamos terapias más a menudo, no solo ir de vez en cuando al fisioterapeuta o al logopeda. A las familias el cuidado diario nos demanda mucho y necesitamos más apoyo”.