Lo que empezó como un viaje a Nepal de entre uno y dos años se ha convertido para el andoaindarra Aitor Iguiñitz en una vuelta al mundo en bicicleta de dieciséis años. Desde 2006, este joven guipuzcoano ha recorrido 123.000 kilómetros de más de 70 países sobre dos ruedas, siempre por lugares remotos y vías secundarias con los que ha descubierto los cinco continentes y sus gentes. Ahora, tras una odisea “físicamente muy dura”, es el turno de aparcar la bicicleta y probar nuevas experiencias.

Aitor Iguiñitz siempre había deseado conocer Asia y, especialmente, Nepal, por lo que en octubre de 2006, con 28 años de edad, decidió aparcar su puesto de trabajo y coger una excedencia para recorrer el país asiático durante entre uno y dos años. “La experiencia fue tan buena que decidí seguir desde ahí”, cuenta. De este modo, lo que iba a ser un viaje para conocer las grandes montañas nepalíes se convirtió en un recorrido por todo el mundo durante dieciséis años.

“En Nepal conocí a una chica madrileña, Laura Martínez, y empezamos a viajar juntos. Haciendo la ruta de la seda conocimos a un japonés que llevaba diez años viajando en bicicleta y nos contó todos sus viajes. Nos encantó y ya no volvimos a casa”, rememora. De este modo, tras pedalear Nepal e India, el dúo de ciclistas se dirigió al sudeste asiático visitando países como Singapur, Malasia y Tailandia antes de regresar a China y al Tibet, desde donde se dirigieron a un segundo continente: África.

Tras recorrer Kirguistán, Uzbekistán, Turkmenistán, Irán, Emiratos Árabes Unidos, Omán y Yemen, alcanzaron territorio africano a través de Yibuti. Aunque el objetivo era dar la vuelta a todo el continente, después de dos años pedaleando, Aitor tuvo que parar. La malaria había hecho acto de presencia. “Cada vez que me preguntan qué es lo peor que te puede pasar haciendo un viaje así, digo que es estar enfermo y solo”, afirma el andoaindarra. Con su compañera ya de regreso en casa, cogió en Angola una enfermedad que “si se trata rápido no hay problema”, pero que acabó por infectarle los riñones. A pesar del dolor, Aitor trató de regresar a Gipuzkoa en bicicleta, hasta que, tras dos meses más de ruta, decidió coger un avión en Camerún para recuperarse completamente. “No tenía sentido viajar en esas condiciones. Quise parar y ver si tenía ganas de seguir”, añade. Y, por supuesto, las tenía.

Tras cinco años viajando por Asia y África, Aitor volvió a estar cerca de un año en Andoain, ahorrando dinero para su siguiente aventura. Esta comenzó enfrente de su casa, desde donde partió rumbo a Mongolia cruzando el este de Europa. Después de visitar Dubai, el aventurero voló a Nueva Zelanda, para más tarde continuar su viaje por América, pedaleando desde Alaska hasta Ushuaia, el extremo más austral de Sudamérica, donde dio por concluido su periplo el pasado invierno.

En busca de lo remoto

“Sabía dónde me despertaba, pero no dónde dormía”

En total, Aitor Iguiñitz se ha pasado dieciséis años de su vida recorriendo el mundo con visitas puntuales a Euskadi cada tres. En su recorrido, el guipuzcoano siempre ha tratado de buscar “lo sencundario y remoto”, donde no llega el turismo, y se ha encontrado un mundo repleto de hospitalidad. “Es una pasada, sobre todo, en los países islámicos. Uno no se lo puede imaginar”, afirma, al tiempo que explica que el mayor miedo en una aventura así, el hospedaje, desapareció en cuanto comprendió que la gente siempre estaba dispuesta a ayudarle: “He intentando ir lo más libre posible y decidir al momento. Sabía dónde me despertaba, pero no dónde dormía”.

Aunque para él es muy complicado quedarse con un único país de todos los que ha visitado, de tener que hacerlo regresaría a su amado Nepal, sin dejar de lado Irán, un país que le sorprendió enormemente, e incluso Canadá y Estados Unidos, con sus impresionantes parques naturales. En el otro lado de la balanza estarían los momentos de más tensión, como cuando les impidieron el acceso a Siria o los problemas que les dieron las autoridades chinas para entrar desde Uzbekistán. “Tampoco hemos sido los suficientemente tontos como para entrar en una guerra”, apunta, a pesar de que los conflictos armados no han sido ajenos al trayecto, como cuando cruzaron el norte de Kenia con dos tribus rivales enfrentadas o atravesaron una zona nada segura de Yemen y tuvieron que ser escoltados por la policía.

“Físicamente es muy duro. Te tiene que gustar mucho para hacerlo. Al final, es toda una vida”, cuenta este aventurero que ha llegado a viajar a -23 grados en Turkmenistán y a 45 grados en varios países africanos y árabes. “Tienes que saber dónde estás y mentalmente tienes que estar preparado. También creo que te vas endureciendo con el tiempo”, agrega.

Para poder costearse el viaje, Aitor fue asentándose de forma momentánea en determinados lugares en los que realizó diferentes trabajos, desde labores de mantenimiento hasta de recogida de frutas y verduras, con los que ahorrar para su siguiente destino. “Si viajes, tienes que estar abierto a lo que haya. La gente se piensa que tengo un espónsor detrás, pero la realidad no tiene nada que ver”, afirma.

Tanto esfuerzo, no obstante, ha merecido la pena y a la pregunta de qué es lo que le han aportado estos años viajando tiene clara la respuesta: “Por un lado, me ha ayudado a conocerme a mí mismo en todas las situaciones posibles y, por otro, a saber relativizar. A veces tenemos un problemilla y nos volvemos locos, pero en realidad no es nada. El viaje te enseña a aceptar lo que viene y pensar en que después vendrá otra cosa”.

Con este aprendizaje adquirido y con 45 años, Aitor ha decidido aparcar indefinidamente la bicicleta y centrarse en nuevos proyectos. A partir del próximo mes dará una serie de charlas contando su viaje y de cara al futuro le gustaría regresar a Nepal con la mente puesta en poner en marcha una agencia de viajes. Sin embargo, las dos ruedas “siempre estarán ahí”. “La bicicleta es el 100% de tu forma física y mental, por lo que tengo ganas de cambiar. Todavía hay países que me gustaría ver, así que nunca se sabe si volveré a cogerla, pero, por el momento, tengo otras inquietudes”, afirma. 123.000 kilómetros y dieciséis años después, el descanso está más que merecido.