Los terrenos de Auditz Akular, miles de hectáreas sobre las que planean de nuevo proyectos de urbanización, se han convertido en un espacio de convivencia en el que personas autóctonas y extranjeras se remangan a diario para trabajar con sus manos la misma tierra. Una actividad que les iguala, donde no hay nacionalidades ni estratos sociales que valgan. Un proyecto que, aunque día a día les permite conocer los secretos de la horticultura, hunde sus raíces en objetivos que trascienden la mera plantación de remolacha, tomates o acelgas.

“No es casualidad que hayamos elegido una huerta”. Xabier Jorrín, responsable del área de Economía Solidaria de Cáritas en Gipuzkoa, abre a este periódico las puertas de este "espacio formativo y de encuentro", que responde al compromiso de la entidad por acompañar a personas que, por diferentes motivos, atraviesan dificultades en sus vidas. El trabajo a cielo abierto es el escenario ideal para que esta gran familia adquiera competencias.

“Intentamos sentar las bases para transmitir cómo se trabaja y qué les van a exigir en otros empleos. Pero no somos emprendedores al uso”, precisa Jorrín. Así se lo trasladaron a Fomento de Donostia cuando en febrero de 2021 recibieron las llaves de una de las seis parcelas de entre 4.000 y 6.000 metros de Altza.

El caserío Bordazar y la transformación del terreno

Un terreno por aquel entonces abandonado y que gracias a la colaboración del caserío Bordazar pudieron acondicionar. Roturaron la tierra. La cubrieron de estiércol, y un mes después comenzó la siembra sobre un terreno que a día de hoy no puede ser más fértil y fecundo, con acelgas vigorosas que siguen brotando ya casi fuera de temporada, junto a lechugas frescas, cebollas rojas y blancas, guindillas, maíz, tomate y patatas.

Son tan solo algunos de los productos que se incluyen en cestas que comercializan, sin olvidar que el objetivo principal sigue siendo “crear un espacio amigable, de buen rollo, en el que haya una buena sintonía”. De este modo va quemando etapas el proyecto ‘Altza Baratza’, como le han bautizado recientemente.

En una sociedad tan competitiva en la que resulta imprescindible adquirir destrezas, no es fácil alumbrar un proyecto que encuentre el equilibrio entre su faceta más humana y la disciplina necesaria. Este huerto lo consigue, con “esfuerzo, compromiso y trabajo en equipo”. Son tres de los requisitos que deben cumplir las quince personas usuarias, casi todas extranjeras, como el marroquí Khalid Laachir.

En noviembre cumplirá 33 años. “La verdad es que aquí estoy encantado”. El aprendiz de agricultor, nacido en Tánger, deja por unos minutos la plantación de remolacha para atender a este periódico bajo un sol de justicia que ha disparado el mercurio por encima de los 30 grados. Laachir se ha ganado a pulso una justa fama de trabajador. Tan solo busca una oportunidad en cuanto pueda poner en orden su situación administrativa.

Su trayectoria vital en Gipuzkoa es un reflejo de las extraordinarias dificultades que encuentran las personas de procedencia extranjera que quieren labrarse un porvenir. Por una parte, el estigma hacia el colectivo cierra muchas puertas para el alquiler de una vivienda. Luego llegan los avales “inasumibles” para una familia como la suya, sin empleo ni papeles en regla, y con tres años de espera por delante para poder acceder a una prestación como la RGI. ¿Dónde y cómo viven estas personas mientras tanto?, se pregunta Jorrín.

Verdura kilómetro 0

Y más con dos hijos pequeños a los que hay que alimentar, como Rayan, de cuatro años, y Miral, de tres. Laachir, se padre, trabaja la tierra y al menos sus hijos saben lo que es comer productos de kilómetro 0.

Él se encarga de llevar a casa la verdura que producen, aunque en realidad el marroquí tiene puesta la mirada mucho más allá de la plantación de remolacha. “Me falta regularizar los papeles, y mientras tanto este trabajo me lo tomo como un primer paso para mi objetivo”. Cuando se le pregunta a qué se quiere dedicar, responde sin titubeos. “Quiero ser comercial, y asesorar a empresas del sector naútico”, dice el marroquí, que tiene don de gentes.

Como dice Itziar, una de las voluntarias, las personas participantes son aves de paso. “Y es bueno que así sea porque eso significa que van encontrando un empleo, aunque todos se van con pena”, asegura esta mujer. Su experiencia previa en otro proyecto solidario ha dado soporte al huerto. “Aquí te sorprendes de lo que da la gente. A veces te cansas de tanto trabajo, pero la huerta siempre es muy generosa, y en torno a ella hemos estrechado lazos de amistad”, subraya.

Su marido, Fernando, también hace un alto en el camino antes de continuar enseñando cómo entutorar pimientos italianos con cañas de bambú. "Este proyecto, como suele decirse de los productos, es 100% kalitatea", sonríe. Es la hora del café, a media mañana. Uno de esos momentos propicios para esos encuentros en los que los participantes “dan rienda suelta a la morriña”, y aprovechan para compartir platos típicos de sus países que comparten con el resto. “El proyecto ha vivido diferentes fases, pero nunca ha perdido el sabor de familia, de ayuda mutua y compañía”, dice Brais Sánchez, un voluntario de largo recorrido, pese a su juventud. “Hay participantes que se han conocido aquí y han quedado después para hacer surf y tomar unos potes”, dice por poner tan solo dos ejemplos de lo gratificante que puede llegar a ser este proyecto para personas recién llegadas a falta de vínculos afectivos.