nadie diría que tiene ante sí a un ex presidiario que ha cometido con la bebida y la cocaína todos los desmanes imaginables. Nadie lo diría si da por bueno el estereotipo, y espera que acuda a la cita un toxicómano desdentado con cara de pocos amigos. Mikel es donostiarra, tiene 32 años y se muestra modoso, bien vestido, antes de dar paso al relato de una vida preñada de infortunios, propósitos de futuro que, invariablemente y por mil motivos, se fueron al traste. Durante una hora larga el joven habla más con su mirada, casi infantil, que con las palabras. No es más que un chaval a quien no le han ido bien las cosas.

Desde hace una década, los adictos a la cocaína crecen en Gipuzkoa a ritmo exponencial. Mikel hace un año que abandonó la prisión de Martutene, donde estuvo recluido durante cuatro meses por un positivo de alcoholemia. Fue una liada más de tantas para quien durante media vida no ha hecho otra cosa que meterse cocaína. De los 24 a los 31 el consumo fue continuo, él creía que controlado, hasta que se dio el tortazo. "Fue sobre todo al final. A nada que tomara una caña, el cuerpo me pedía una raya. Eran noches de desenfreno, de no parar, de consumir y consumir, de salir un sábado por la mañana y no volver hasta el domingo por la noche. Sigues y sigues hacia adelante, hasta que te palpas el bolsillo y te has quedado sin dinero", describe el joven.

Su vida, enganchado al polvo blanco cristalino, se acabó convirtiendo en una alocada huida hacia delante que le dejó sin dinero, en soledad, y un enorme vacío existencial. Se fue perdiendo, y la gente que le seguía queriendo, se lo decía. "Joder, ayer te pasaste". Le tendían, sin ninguna fe, una nueva oportunidad que ni siquiera sonaba sincera.

consumo diario

Ayuda "in extremis"

El joven lo reconoce. "Con los primeros consumos no pasa nada, controlas, pero poco a poco la situación se agrava. Al final me metía cocaína todos los días, bebía tres cañas, y me daba por coger el coche e ir derrapando por la carretera como un loco, como si yo mismo fuera la ley", admite. Y relata todo ello sin mayores dramatismos gracias al trabajo que lleva realizando en Proyecto Hombre desde hace año y medio, donde ha logrado conocerse un poco más y a donde llegó "in extremis" de la mano de su hermano.

Mucho se ha hablado estos días en las jornadas que conmemoran el 25º aniversario de Proyecto Hombre, que concluyeron ayer, sobre los motivos que pueden llevar a una persona a engancharse a la droga. Hubo una ponencia en la que se resaltó que, cuando uno es niño e inicia el camino hacia su madurez, necesita cubrir el itinerario por sí solo, pero junto a unos padres que echen una mano cuando sea necesario. Hay muchas personas que en ese trayecto se quedan solas, no encuentran referencias familiares, y aprenden un modelo externo que no es el suyo, que conduce a la exigencia.

Sólo Mikel sabe el itinerario que ha seguido, pero su historia sí parece referir un alto nivel de exigencia, que le ha acabado dañando en lo más hondo. "Salí pronto de casa, a los 18 años, trabajaba como auxiliar de Enfermería en Tenerife. Pero necesitaba un alto nivel de inglés, quería superarme, y me fui a Irlanda a mejorar. Allá me di el ostión, me sentí frustrado, fracasado y me di la vuelta", rememora, dolido.

Quizá, si hubiera sabido encontrar la ayuda a tiempo, las cosas habrían sido de otra manera. Pero marcharse a Madrid y emplearse en el mundo de la hostelería no fue, desde luego, la mejor solución. "Era muy chaval, y me convertí en el brazo derecho del jefe, hacía de relaciones públicas". Se metió de lleno en el mundo de la noche y comenzaron ahí los primeros consumos. Sólo tenía 22 años cuando le detuvieron en posesión de 50 gramos y acabó en prisión. El primer ingreso. "Pensé que había destrozado mi vida, pero la jueza me suspendió la pena a cambio de que no volviera a meterme en líos".

nuevo tropezón

Cambio de aires

Y a partir de ahí empieza el intento constante por salir adelante de un chaval que vuelve a tropezar una y otra vez con la misma piedra. El ingreso en prisión fue un importante alto en el camino, en el que tomó aire y pensó que había que cambiar de aires. Por eso decidió marcharse a Málaga, tierra añorada de infancia, junto a su madre cordobesa. Se echó novia, y se entregó a una nueva vida sin sospechar que estaba a punto de meterse en otro jaleo. "Ella me decía que no me relacionara con su padre, que no me iba a traer nada bueno, pero acabé trabajando para él en su restaurante". Fue un paso que trajo consigo el certificado de defunción de su abstinencia.

Para qué negarlo, se acomodó a la nueva vida. Tenía una novia, llevaba año y medio sin consumir… la vida le sonreía y, sobre todo, un camarero le pasaba la dosis a la carta. "Caí de nuevo. ¡Aquello era la gloria, una persona que me proporcionaba la droga!", enfatiza. Y así, una vez más, comenzó la huida hacia adelante, y en la medida que fue dando pasos, la soledad era cada día más dañina, hasta que dejó de tener "ninguna aspiración" y sólo pensaba en consumir.

La relación de pareja no tardó en irse al traste y, tras el enésimo revés emocional, regresó a Donostia con una depresión que le partía el alma. Así, volvió a encomendarse a las malas amistades que había dejado atrás y que le han acompañado en Gipuzkoa durante la última década. No había dejado de meterse cocaína hasta el año pasado. "Llega un momento en el que te conocen en todos los bares por haberla liado un montón de veces. Llega un momento que ya no puedes seguir así, pero hace falta tomar conciencia del problema para pedir ayuda", asegura.

Y él no la tomaba porque miraba alrededor, y veía que todo el mundo se emborrachaba, viendo por televisión jugar a la Real Sociedad, siguiendo las carreras de Fernando Alonso en la Fórmula 1. Aquello era ocio. Siguió engañándose, hasta que se dio cuenta de que estaba atrapado y necesitaba salir de aquella espiral que le estaba matando poco a poco.

Se puso por fin en manos de Proyecto Hombre, y se fue a Hernani con la idea de ingresar, aunque le dijeron que no era preciso, que era consumidor pero no respondía al perfil desestructurado como tantos otros, a pesar de sus desarreglos afectivos. "Comencé entonces la terapia, que he seguido hasta ahora. Te preparan para hacer un trabajo en comunidad. Ahora valoro más a mi familia, me he dado cuenta de la importancia de los valores y de la relación con los demás".

el futuro

Afrontar los miedos

Mikel está a un suspiro de acabar la terapia. Deberá iniciar entonces su propio camino. Sabe que no es fácil. Los miedos están ahí, son miles los lugares de la pequeña Donostia que en milésimas de segundo, cuando los visita, le pegan un fogonazo en su cerebro para retrotraerle a aquella etapa de su vida que quiere superar.

Sin ir más lejos, en fiestas de Santo Tomás venía del gimnasio cuando se cruzó con un montón de gente regada de alcohol y ganas de juerga.

"Son muchos momentos vividos en catorce años de consumo, y cada vez que veo algunos lugares, los miedos están ahí, a modo de fogonazos. Yo me agarro a la autoestima", dice él, convencido de que no se puede vivir de la condición de ex convicto ni ex drogadicto. "Si ahora me ofrecen alcohol, prefiero decir que no quiero porque no me apetece, no tengo por qué estar recordando el pasado a nadie", agrega cargado de razones.

El futuro se presenta en forma de paseo por la Concha comiendo pipas de calabaza. Medio sonríe al comentarlo, pero lo dice con un punto de madurez que, quizá, antes no tenía. "Tengo proyectos, pero no quiero volar para meterme de nuevo la hostia. Sé que tengo que cortar algunas relaciones que me perjudican e iniciar una nueva vida para no volver a prisión", asiente.

No quiere regresar allí. La última vez que salió de Martutene había iniciado ya la terapia, y los compañeros de prisión le preguntaban qué tal se lleva eso de ponerse en manos de Proyecto Hombre. El 70% de los reclusos consume, y la droga entra fácil. "Los compañeros preguntaban mucho sobre la terapia, pero la abstinencia desde dentro es muy jodida porque circula mucha cocaína".