Laia Rico se dio cuenta de que algo no iba bien en su vida en el colegio. Tenía 14 años. No sabía lo que era, pero siempre estaba agotada, muy triste, retraída, sin ganas de hacer nada. “Aunque mi familia veía algo raro, no se percató del tremendo sufrimiento por el que estaba atravesando; les dije que necesitaba ayuda y fue entonces cuando empecé a sentir el apoyo que necesitaba”, reconoce. “Porque pedir ayuda no es un síntoma de debilidad, sino de valentía”.

La situación por la que atravesó Laia fue tan grave que solo sentía alivio a su angustia vital cuando se autolesionaba, porque el dolor físico era lo que le hacía sentir algo. “El sufrimiento hacía que, por lo menos, sintiera que estaba viva”, se sincera Laia que, con su testimonio, puso la voz a los miles de jóvenes que, al igual que ella, han tenido/tienen un problema de salud mental con el consiguiente peso asociado del estigma.

Primeros síntomas

Los primeros síntomas de que algo le estaba ocurriendo se presentaron en segundo de la ESO. A pesar de que sacaba buenas notas, de que en su entorno familiar no le faltaba de nada, Laia se sentía diferente al resto de sus compañeros de clase. “Aunque me llevaba bien con los jóvenes de clase, me costaba hacer amigos, formar parte del grupo, tener alguna amiga especial; sentía que no encajaba en ningún sitio”, cuenta.

"La melancolía profunda me anulaba, no quería hacer nada"

Aunque su agotamiento y su tristeza eran de tal calibre que el cuerpo solo le pedía quedarse en la cama, no dejó de ir al instituto. “Luego empecé a dormir mal y no tener ganas de comer; lo único que quería era llegar a casa pronto y meterme en la cama para no hacer nada; la melancolía profunda me anulaba, no quería hacer nada”, relata.

A su sufrimiento se sumó la incomprensión inicial tanto en su entorno familiar como por los propios profesores que no entendían los ataques de ansiedad que padecía. “Pensaban que se me iba la pinza, que era una perezosa y no eran conscientes de que la fuerza de voluntad no era suficiente para sobrellevar todo lo que pasaba por mi cabeza. Mis padres, ante mi reiterada demanda de ayuda me apoyaron para ir a la consulta de una psicóloga”.

Pensó que sería el inicio de la solución a sus problemas, pero pronto se dio cuenta que las consultas con la psicóloga no funcionaban; estaba igual o peor que antes del inicio de las sesiones. “Dejé de acudir porque la conexión con la experta no resultó”. El calvario para Laia continuaba.

Trastorno límite de la personalidad

En cuarto de la ESO tocó fondo y empezó a autolesionarse. El dolor físico era su única forma de sentir que estaba viva. Echando la vista atrás, la joven dice que nunca se hubiera imaginado que hacerse daño a su cuerpo era una forma de gestionar las emociones que tenía dentro. “Me encontraba tan mal, tan hundida, que la única solución que veía era hacerme daño, porque mientras tenía dolor sentía otra cosa diferente a la tristeza profunda”.

"La única solución que veía era hacerme daño"

Hasta llegar a su diagnóstico –Laia sufre trastorno límite de la personalidad– pasó por distintos especialistas. “Estuve con otra psicóloga con la que sintonicé mejor y con otros médicos que inicialmente dijeron que tenía una depresión severa. Me trataron con terapia cognitivo-conductual y antidepresivos, que no me dieron resultados, porque no sufría depresión. Cuando dieron finalmente con lo que tenía empecé a mejorar; no me lo podía creer. Después de tantos años de sufrimiento veía la luz”, relata.

Durante los años de extrema dureza nunca intentó suicidarse, aunque con valentía reconoce que sí tuvo “muchas ganas de hacerlo”, de acabar con todo. Ideas recurrentes que todavía no han acabado y que de vez en cuando reaparecen, por lo que no tiene que bajar la guardia y ha aprendido a vivir con ello.

Saber que hay muchos jóvenes y adultos que están pasando o han pasado por su situación le ayuda a saber que no es un “bicho raro”. Por eso, no rehúsa en ofrecer su testimonio en eventos como el Seminario Lundbeck. “Me encantaría poder ayudar a la gente que está como yo y darles ánimo, pero sobre todo que pidan ayuda a su familia, aunque al principio no le puedan entender, en el colegio, al médico; reconocer que te pasa algo es clave”, explica.

Esta estudiante de Psicología, con pareja estable que le apoya en todas sus preocupaciones e incertidumbres que le genera su enfermedad, nunca pensó que volvería a tener una vida del todo funcional. “He conseguido disfrutar de las cosas buenas que nos da la vida, de mi pareja, la familia y he descubierto que me gusta mucho viajar, en cuanto puedo me subo a un avión para descubrir nuevos entornos”, concluye con una amplia sonrisa Laia.