Una cosa es volar en el chárter del equipo, con todo lo que ello conlleva en forma de privilegios que por momentos hasta te hacen sentir futbolista, y otra, muy distinta, viajar por tu cuenta a cubrir un torneo de categorías inferiores. Tampoco es lo mismo desplazarte solo y abandonado a tu suerte con todo tipo de escalas y esperas, que hacerlo arropado por una decena de compañeros y amigos periodistas. Yo estuve casi 20 días en Dinamarca para cubrir un Europeo sub’17. Tampoco es lo mismo pasarse casi la mitad de los días en una ciudad perdida y desconocida llamada Nikobing Falster, situada al sur y a la que añadieron la denominación de la isla para diferenciarla de otras localidades con el mismo nombre, que en Copenhague, donde todas las noches iba al mismo italiano, que era una auténtica maravilla, a cenar solo. Ni visitar un país vikingo en julio que en mitad de un inhóspito invierno.
Al menos en aquel 2002 tuve la suerte de coincidir en el vuelo con la selección española en la que militaba un tal David Silva, que era un año menor y ya lo hacía todo bien, y el realista Javier Garrido, al que nadie le discutía el lateral izquierdo. Me tocó en un asiento en el que estaba mezclado con ellos. Los que me conocen saben que yo no soy muy de probar salsas en los aviones si no tengo muy claro lo que es, porque no puedo comer nada con queso. No sé por qué ese día me dio por explorar un sobre, creo recordar de mayonesa, con tal mala suerte de que, como no podía abrirlo, apreté fuerte y salió volando parte de su contenido dibujando una parábola perfecta que fue a parar en el zapato impoluto del portero Nahuel Pérez, en el que, hasta ese momento, claro, me podía hasta afeitar de lo bien que se reflejaba mi cara. El canario puso cara de circunstancias y mientras se limpiaba me tranquilizó con el poco convincente “no pasa nada”, que tanto le gusta repetir a mi hija cuando, por ejemplo, ha vaciado un bote entero de crema solar en su cama a pesar de que debería llevar una hora dormida… “No pasa nada aita, no pasa nada”. Yo no sabía dónde meterme.
Fue un torneo espectacular. Recuerdo que estaba alojado en el mismo hotel que otras selecciones y, mientras desayunaba acompañado de un agente, un suizo nos escuchó hablar castellano y se sentó con nosotros. Era Philippe Senderos, el capitán de Suiza, que, por cierto, luego levantó la copa de campeón. Como tenía un coche alquilado, solían venir conmigo, aparte de agentes, directores deportivos como García Pitarch, del Valencia, o el añorado Josep Manel Casanova, del Espanyol. Un día nos acercamos a ver un Portugal-Francia, que ganó el combinado de Lejeune a pesar del descomunal talento luso, en el que destacaban un tal Quaresma y un tal Cristiano Ronaldo, que fue expulsado por protestar y se perdió el segundo partido y no lograron pasar a los cruces.
España tenía una muy buena selección, con Jonhatan Soriano y Roberto Soldado arriba, a los que se les caían los goles de los bolsillos (qué maravilla, ¿se imaginan? Nostalgia…). Su estructura siempre era la misma, con un pivote defensivo y un organizador. Recuerdo que los elegidos eran Merino, un mediocentro fuerte del Oviedo, pero con muy poca clase que distorsionaba entre tanto talento, y el madridista Borja Valero, al que aún le faltaba cuerpo, pero que apuntaba alto. Mi amigo el representante no podía ni ver al ovetense, que era noble y lo daba todo. Le fue cogiendo una manía terrible según fueron transcurriendo los partidos. Era tan insistente y cansino que a mí me generaba el efecto contrario y cada vez valoraba más su sacrificio y solidaridad.
Lo malo es que los de Santisteban se jugaron el pase a la final con Francia en la tanda de penaltis y, cuál fue mi sorpresa, cuando el que cogió el balón en el lanzamiento decisivo fue el pobre Merino mientras mi colega se tiraba de los pelos (literal) en la grada. Mejor no les cuento lo que pasó, prefiero que se lo imaginen, porque bastante mal lo pasó el chaval.
El fútbol es así
El fútbol es así. Genera amores y odios. Filias y fobias. Todos distinguimos a nuestros jugadores preferidos y a los que tenemos manía. Incluso en nuestras filas, y no pasa nada por reconocerlo. Yo hace tiempo que pasé por mi particular terapia en el diván y superé el paquete que le tenía a Javi Gracia.
No es fácil vivir en la sombra de un futbolista de clase mundial como es Martin Zubimendi. El donostiarra lo tiene todo para ser titular en el equipo que elija, entre otras cosas, porque es un superdotado físicamente. ¿Cuántos jugadores pueden escoger entre cuatro o cinco de los clubes más grandes del mundo que están dispuestos a pagar, porque les parece una ganga, los 60 millones de euros que cuesta su libertad? Yo me atrevería a decir que ninguno… Por eso estamos tan expuestos este verano.
Martin lo juega todo porque lo quiere jugar todo. Y cualquiera que fuese su entrenador, mientras le siga diciendo que se encuentra en plenas condiciones para competir, le pondría una y otra vez cuando el calendario no afloja y te exige intentar vencer todos los partidos. Y si no lo consigues, ya tienes a todos esos que han cruzado la frontera y, por increíble que parezca, se encuentran mucho más cerca de la fobia que de la crítica analizada y constructiva aunque sea con leyendas del club (a mí me producen el efecto contrario, como con el Merino asturiano).
Ojalá no se vaya nunca Zubimendi
Y me preocupa, porque el día que Martin se vaya, que ojalá no sea nunca, no tardaremos en empezar con el peligroso y cruel juego de comparar con él a todos sus posibles sustitutos. Será hacerles un flaco favor a los Turriente, Olasagasti, Urko, Pablo Marín y Jon Gorrotxategi, de quien nos pensamos que vendrá el año que viene, se pondrá el 4 y hará olvidar al de Ulia cuando no es lo mismo triunfar en el Mirandés que hacerlo en esta Real. Si no que se lo pregunten a Guridi o Merquelanz. Entraremos en una nueva dimensión en la que cada uno tendrá sus filias y sus fobias, sea por los motivos que sean, pero corriendo la seria amenaza de que la posible marcha de una bestia así suele dejar atrás un inevitable solar (ahí está el hundimiento del City sin Rodri)… Sobre todo cuando apuestas por sustituirlo con la cantera.
En aquel Europeo, los españoles se pasaron todo el torneo destacando lo arrogantes que eran los ingleses y sus risas se centraban sobre todo en el aspecto físico de uno bastante feucho, con orejas de soplillo del que se burlaban bastante. Seguro que no se olvidarán de él, porque en el tercer y cuarto puesto les clavó un hat-trick de campeonato. Creo recordar que se llamaba Wayne Rooney.
Aunque tú no lo sepas, la solución a coger manía a algún protagonista siempre se encuentra a la vuelta de la esquina. Yo ya le eximí de toda responsabilidad y pedí perdón por mis pecados con Gracia tras el gol del empate en el 95’ de aquel derbi que mantenía una racha de muchos duelos sin perder y después de que forzara la prórroga en el Calderón la maldita noche del asesinato de Aitor Zabaleta. Se lo recomiendo, no hay mejor confesionario que el jugador al que le estás cogiendo paquete te dé una alegría. Viene bien para todo en la vida…
La tierra prometida
En mis primeros días en Nikobing Falster, me llamó mi jefe y me dijo que Alfredo Relaño le había ordenado que me acercara a la concentración de Alemania para descubrir por qué su delantero se llamaba Mario Gómez. Más de 300 kilómetros, así como quien no quiere la cosa. Mi comentario cuando llegué al hotel fue “menos mal que no estaba en Jutlandia, que se encuentra en la otra punta del país”. Pues 23 años después voy a conocer por fin la península de la parte danesa del continente que hace frontera con Alemania. La tierra prometida, donde nadie pensaba que se podía cultivar nada hasta que lo logró un viejo capitán del ejército de ese país llamado Ludvig Kahlen. Donde en mitad del gélido invierno, también se pueden cumplir sueños como el de lograr superar, de una vez por todas, una eliminatoria europea. Con todos. Los que más quieres y los que menos. Todos son nuestros y visten de txuri-urdin. Aparquemos las filias y las fobias y confiemos. Merece la pena. ¡A por ellos!