Aunque muchos no lo crean, los periodistas solemos tener una mente bastante atormentada. Los dispersos que tienen mil cosas a la vez en la cabeza como yo, aún más. Siguiendo en primera persona, no son pocas las noches que me despierto en plena madrugada pensando que al final no he corregido algo que tenía pendiente. O, con esto de la digitalización y la posibilidad de cambiar los textos desde casa, levantarte e ir directo a arreglar algún estropicio que, a pesar de que en papel quedan grabados para siempre (y solo conocemos esa dolorosa sensación los que la hemos experimentado), es algo normal que ocurra tanto en nuestra profesión como en cualquier otra. Nuestro problema simplemente es que nuestro error está expuesto al mundo y algunos no tienen ni compasión ni comprensión.
Arranco de nuevo, segundo intento. Al grano. Esta semana me he despertado atormentado por un error en una información y, aún medio dormido y con poca luz solar, camino desde el salón a la cama se me cayó de las manos mi viejo ordenador (además de atormentado, disperso y mente hiperactiva, patoso). Para los que tampoco han sufrido dicha experiencia y quieran hacerse una idea, es más o menos como si tu flamante móvil recién estrenado, con el consiguiente atraco mediante, se precipita al suelo desde las alturas. Bueno, el angustioso ruido se multiplica por cinco. Me recordó a la famosa comparación que hacía el gran Lillo cuando trataba de explicarnos que esto del fútbol es muy complicado: “Tú imagina que empiezas a escribir la crónica y hay once rivales intentando quitarte el ordenador. Pues en el fútbol sucede lo mismo pero con la pelota”.
El ordenador y el balón. Me niego a aceptar que los periodistas podamos llegar a sentir el mismo amor por la máquina que el jugador por el cuero. Y tengo muchos ejemplos prácticos. Como el de un compañero de otro medio que se cargó mi ordenador de un puñetazo en pleno ataque de impotencia por un penalti no pitado (todavía desconocemos los motivos por los que su ira le permitió evitar dañar el que había llevado él, que hubiese sido lo suyo; digo yo). Da igual, que conste que le perdoné hace tiempo. El caso es que no pude ni escribir la crónica y nada más acabar el encuentro me vi obligado a salir pitando hacia la redacción para completar mi trabajo. Me imagino que en la lógica Lillo, eso sería algo así como agresión y roja directa al rival ese que pretende quitarme el ordenador.
O, sin duda para mí el más delirante, el baile de teclas voladoras que viví en una cabina minúscula de Los Pajaritos de Soria con Xabier Isasa, tan serio y concentrado mientras escribía como siempre, mirándome como si estuviera pensando en solicitar de urgencia una camisa de fuerza. Los que me conocen bien saben que soy un periodista a la vieja usanza: escribo rápido, pero solo con los dedos índice de cada mano y aporreando el teclado como si le estuviese torturando a conciencia. El caso es que en plena ebullición de golpes, soliviantado por la derrota en el último minuto de nuestro estreno en vida (al menos en la mía) en Segunda por un gol del canario Carmelo, sin querer, levanté una tecla y como no soy especialmente manitas (más bien manazas y mi compañero el serio y enfadado por el mazazo no se mostró sensible con mi problema) en lugar de intentar arreglarlo (con apretarlo sobre su espacio era suficiente) emprendí una arriesgada huida hacia adelante que pronto motivó una auténtica sopa de letras voladora que todavía desconozco cómo no me impidió acabar el trabajo. Imagínense la cara con la que me presenté en la redacción con la computadora en una mano y un puñado de letras sueltas en la otra... Supongo que para Lillo, todo se solucionaría en una amarilla y sin revisar el VAR, porque en realidad no había ninguna infracción y era yo mismo quien me autolesionaba al estilo Buyo en aquel derbi madrileño o el chileno Rojas, al que suspendieron de por vida, en aquel histórico y vergonzoso episodio en Brasil camino del Mundial.
En mi primer partido tras la baja por paternidad, la visita del Mallorca en la temporada 2021-22, el mamón de mi ordenador (el cariño y el apego, esas sueles ser las principales diferencias de trato con los futbolistas y la querida pelota que llevan atada al pie) no tenía ninguna intención de conectarse al wifi. La situación comenzó a ser alarmante, porque el atormentado, disperso, hiperactivo, patoso y manazas no parecía muy capaz de hallar una solución. La caótica situación estaba abocada a que en el descanso me iba a ver obligado a marcharme a la redacción, pero, pura intuición de que algo bueno iba a pasar, decidí quedarme con la esperanza de encontrar algún remedio de emergencia (al final en forma de USB o pen drive y la ayuda de un colega). Por si no lo recuerdan, me hubiese dado un mal si me llego a perder el éxtasis del gol de Lobete en el descuento que puso líder a la Real.
Mi compañero Marco Rodrigo me enseñó una foto memorable de la piña del equipo delante de la Zabaleta en pleno delirio que te puedes pasar horas embobado analizando uno a uno a los presentes. Imagino que ahí estarían hasta los cuatro amigos de los que habla Oyarzabal en la entrevista que ha concedido a este periódico.
Algo parecido me sucedió el martes con Osasuna. No tengo problemas en reconocer que no conocía a Ibáñez y cuando saltó al campo consulté de dónde era y me gustó verificar que era de Pamplona. Imagino que será una especie de TOC que arrastramos los hinchas de clubes formadores (como pueden comprobar, lo tengo todo). Cuando me di cuenta de que era él quien marcaba ese golazo, no pude alegrarme más y sentir esa empatía impregnada en envidia por haber podido disfrutar del momento con el que todos hemos soñado vivir nuestros colores. “¿Es el gol más importante de tú carrera?”, le preguntaron a pie de campo. “Por supuesto, y no creo que vaya a meter ningún otro así de importante”, respondió con una naturalidad y modestia admirables. Ibánez marcó una versión aún mejorada del gol de Lobete, porque un pase a la final es otro nivel, pero en los tiempos revueltos y convulsos que nos está tocando vivir con el fútbol y toda la porquería que lo rodea, nada nos puede reconciliar más con la esencia de este deporte que la gloria y el desparpajo en el festejo de un héroe por un día.
Como sucede con la fotografía de Anoeta, las imágenes de la celebración de los 500 rojillos son impresionantes y sobrecogen. Llevaban 116 minutos con el corazón encogido, en constante tensión por el acoso continuo del Athletic y, de repente, un extraño: la apoteosis. Saltos, gritos, lágrimas, piñas de grupos, una aficionada fuera de sí que hasta empuja al hincha que tiene delante y, por encima de todo, el conmovedor y tierno abrazo de gol de un padre, con sudadera gris, y su hijo (se lo recomiendo, sírvanse ustedes mismos con el vídeo, porque es mucho más divertido que buscar al tonto de Wally). Un momento para toda la vida. Y yo en ese instante, me di cuenta de que ya va siendo hora de que nos devuelvan las alegrías. ¿Quién nos ha robado la felicidad del mes de abril? La Champions no espera a nadie y aquí, como los de Jagoba Arrasate en Bilbao, no se va a rendir nadie hasta el final. Pero echamos mucho de menos perder los papeles con los goles y victorias de nuestra Real. Lo necesitamos ya. Que no somos de piedra. Ni mi ordenador tampoco. ¡A por ellos!