uienes debemos escribir después de que finaliza un partido que se inicia a las nueve de la noche, anhelamos que termine a su hora, sin prórrogas ni penaltis. Entre otras cosas, porque la rotativa echa humo si no llegas a tiempo. Cuando toca cita copera es bueno cruzar los dedos y ponerse en manos del santo de turno para evitar añadidos indeseables. Ayer apelé a San Mario. Debió escucharme, porque los goles de Januzaj y Sorloth, más la actuación coral del equipo, izaron la bandera de la alegría y metieron al equipo a cuartos de final y evitaron que me acelerase a la hora de contaros esta historia. ¡Gloria bendita!

Concluyó la Supercopa. Esa fruslería futbolística cuya final disputaron dos equipos que la temporada anterior no fueron los campeones ni de Liga, ni de Copa. Ese partido entre ganadores de ambos trofeos fue el origen de este torneo que ha sido capaz de parar todas las competiciones en las cuatro primeras categorías del fútbol estatal, que además ha reivindicado el papel de la mujer en el país donde se disputó y que ha recaudado fondos para repartir entre los más necesitados. Algo así como magia potagia o una Cáritas (pongo el acento para que nadie se confunda) de Las Rozas. Supongo que recordáis la trifulca que se montó cuando el ínclito Tebas puso en valor la posibilidad de que algún encuentro de la LFP pudiera disputarse en Estados Unidos o en otro país. Saltaron a la yugular todos los palmeros con argumentos de poco peso. Hablaban del perjuicio para los seguidores de los equipos que no podrían desplazarse y otras lindezas que no se sostenían. Pasado el tiempo, los más beligerantes con aquella opción han movido de sitio el cortijo y se lo han llevado a territorio de chilabas y turbantes. Y no se ponen rojos.

Hace un año, argumentando que nos rodeaba un virus, que había que proteger a los jugadores y aficionados, que no se debían correr riesgos, nos llevaron a Córdoba y Sevilla para disputar partidos de la misma competición y ganar una Copa sin gente en la grada, ni nada que se le parezca. Tan real como escandaloso a la vista de los comportamientos posteriores, sin olvidarnos que el virus vigente contagia más que el anterior y que se expande a velocidad de vértigo. ¡País, Mikelarena!

Procedente de Riad (Arabia Saudí) llegó el Atlético de Madrid, eliminado y dispuesto a retomar cuanto antes la buena senda. La primera oportunidad pasaba por Anoeta, a partido único y con todas las incógnitas por despejar. Una de las razones del éxito del cuadro rojiblanco en la temporada precedente se cimentaba en la contundencia de su zaga. Carácter y fortaleza que dificultaban la capacidad ofensiva de sus rivales. Si los de Simeone defendían como en Riad, las opciones realistas crecían. Si los aficionados del cuadro txuri-urdin se incorporaban al espectáculo había color y ánimo garantizados. Y si además el colegiado Alberola Rojas (impecable teniendo en cuenta de dónde venimos) atinaba, podíamos disfrutar de una buena y fría noche. Añadamos el valor de las imponentes voces del Orfeón Donostiarra que conectaron con el día y con la gente por medio de las dos piezas interpretadas que sonaron angelicales. ¡Bingo, porque todo salió a la perfección! Sólo faltaban las angulas, pero eso es vicio o ruina, según se mire.

Imanol sacó al campo un equipo de gala, con Sorloth siendo la referencia del ataque. La otra duda resuelta conllevaba la presencia de Guevara en el once titular, con Zubimendi a la espera, quizás porque, saliendo del cuarto de camillas, no estaba en las mejores condiciones para afrontar todo un partido de semejante calado. Como Ryan se puso malo de las tripas, no hubo debate sobre la presencia de Remiro (otra puerta a cero) bajo palos. En estos partidos en los que cuenta sólo el resultado, el tanto de Januzaj suponía un plus. No solo por lo trascendente sino por la jugada que permitió al belga adelantar a su equipo. Dicen que un buen centro es medio gol. El de Zaldua fue monumental, lo mismo que el pase de Silva que le puso el balón por delante. Como dicen los chavales de hoy, Janu va a su pedo. Llevaba un tiempo sin sobresaltos, sin teñidos, como recogido en sus aposentos. Ayer nos apareció con la ceniza de unas canas falsas que no impidieron un cabezazo de tronío para abrir la lata. Nuestras abuelas le hubieran recomendado que usara un plis color violeta para que le luzca más la cabellera.

Por delante, evidentemente, quedaba parte del primer tiempo y todo el segundo. ¡Mucho arroz para un novillero!, como solía decir el recordado Javier Alcántara. El técnico visitante decidió tres cambios al inicio del segundo periodo en el que Oyarzabal usó la puntita del borceguí para robar un balón que Sorloth arrampló hasta llevarlo al fondo de la meta de Oblak con un remate de altar. No consigo cogerle el tranquillo a este chico. Hay partidos como el de anoche en los que me encanta y otros en los que no me cautiva. Dos goles de ventaja y alegría infinita en el convento. Era cuestión de no perder la cabeza, de aumentar el nivel de concentración hasta el infinito y gestionar la ventaja decisiva para alcanzar los cuartos de final sabiendo que el contrario iba a echar el resto hasta el final.

Aparecieron entonces la fidelidad del equipo con su juego, la solidaridad a la hora de juntarse cuando el rival iba con todo, el descaro en buscar el área contraria y la respuesta estupenda de los cambios. Muy poquitas cosas que echarle en cara a este grupo, fiable y eficaz. En otro tiempo, muy probablemente, la Copa se hubiera terminado aquí, pero hoy todo es diferente. Para bien.

Apunte con brillantina: Paco Gento era mi futbolista favorito cuando hacía colección de cromos de jugadores. Era apasionante verle correr la banda y marcharse de todos sus rivales. Volaba. Sólo uno conseguía frenarle. Era Julio César Benítez, lateral derecho del Barça, que falleció precisamente la víspera de un partido ante el Real Madrid por una intoxicación de mejillones. Aquellos duelos eran impagables. Primero Puskas y más tarde Manolo Velázquez le lanzaban balones en profundidad al espacio. Los ganaba todos antes de poner los centros medidos del extremo izquierdo que Di Stefano culminaba. Con los años se convirtió en lanzador infalible de penaltis y su velocidad fue la base de aquella Galerna del Cantábrico que todo el mundo conocía.