ualquier cuadrilla de amigos vascos que se precie cuenta en sus filas con un portero por lo menos. Sí, ya lo saben, ese personaje extraño que desde txiki es capaz de sobrevivir con una concentración extraordinaria a los cuatro partidos que se disputan en el mismo campo en el recreo de cualquier patio de colegio, interviniendo solo cuando atacaba el contrincante de su mismo curso o clase. Gente extraña, que sabe lidiar con la soledad de la portería. De la que no se acuerda nadie, o casi nadie, cuando el equipo consigue lo más preciado en el fútbol, un gol. Gente que cohabita con la injusticia de que una parada, por muy importante y espectacular que sea, jamás alcanzará el mismo éxtasis glorioso del autor de un tanto en una victoria épica. Simplemente gente distinta.

El representante de esa locura bajo palos en mi cuadrilla era un auténtico porterazo. Su único problema es que era demasiado bajito (estamos todos cortados por el mismo patrón, que no destaca precisamente como potenciales jugadores de baloncesto) para soñar con llegar a la cima. Bajo palos era un gato. Si tenía el día lo paraba todo. Recuerdo su ascenso de benjamines a alevines primer año en la playa, cuando pasabas de luchar por la liga a encajar severas goleadas de equipos un año mayores. Otaegui, que así se apellidaba nuestro atezaina (luego tomó su testigo con eficiencia Urcola), jugaba en el Lentxiki y hasta que les metían el segundo gol volaba de palo a palo sacando unas manos espectaculares. En cuanto les clavaban el 2-0, parafraseando al mítico Eugenio y su chiste del pato, pasaba de vuelo aéreo a marítimo sin recomendaciones. Ya no se tiraba más y cuando le preguntabas el motivo, te decía que sabía que sus compañeros eran incapaces de marcar dos o tres goles. No le busques explicación, ellos son así. Recuerdo que una mañana yo estaba jugando en el campo de playa de al lado mientras su equipo se enfrentaba al Ordizia, en el que militaba uno de esos chavales que se han desarrollado mucho antes y parecen tener a dos hijos en la banda animándoles cuando a los demás no nos ha crecido ni el pelo en las piernas y que pegaba unos trallazos que provocaban el pánico. Mientras esperaba un saque largo del portero (el tema de cabecear un balón Mikasa con arena caído del cielo nunca fue conmigo) me percaté que el universitario con bigote se había quedado solo ante mi amigo quien, cuando iba a chutar, se apartó de forma descarada, con tan buena suerte que el disparo a romper del muy bestia se estrelló en el poste y le llegó directamente al portero, que lo atrapó sin problemas. Tuvo que ser después del partido cuando pude preguntarle a ver qué había pasado en esa jugada y me dijo que escuchó un pitido y se borró ipso facto. Lo gracioso es que el silbato procedía de otro campo, es decir, la jugada no estaba invalidada. Yo me moría de risa. Lo dicho, gente con ese punto de singularidad...

Me acordé mucho de él cuando leí una entrevista a Oblak en la revista Panenka: "Mi padre fue portero, pero no llegó a profesional. Recuerdo que cuando nos sentábamos a ver un partido por televisión siempre se fijaba en los metas y acabábamos celebrando las paradas. Yo no soñaba con goles. Soñaba con pararlos. Y cuando de niño iba a ver a mi padre me ponía detrás de su portería y me tiraba al mismo lado que él, copiando sus movimientos. Así aprendí a tirarme al suelo. Siempre me ha hecho más feliz ver una buena parada que un buen gol".

Por mucho que, sin saber aún muy bien por qué, la que creíamos fuente inagotable de porteros guipuzcoanos o de Zubieta se haya agotado, lo que no se puede discutir jamás es la incuestionable sucesión generacional en la portería txuri-urdin. Lo primero, de obligado cumplimiento, es mirar en casa, que para eso contamos con uno de los mejores entrenadores específicos del mundo que lleva un año puliendo a diario a un valor de la casa como Ayesa. Es ley de vida. Y como tiene que ser. En Atocha solo escuché un silencio comparable al del fallo de Fuentes ante el Sttutgart y fue cuando se lesionó Arconada en el estreno de Toshack ante el Celta en la primera jornada de la campaña 1985-86. La leyenda no atajó un balón y cuando reaccionó se le quedó clavada la rodilla. Toda la temporada de baja. Era otra época, pero ahí entró Elduayen, un portero con unas condiciones magníficas que no pudo soportar la presión de la grada y de heredar esa camiseta. Hasta el punto de que el tercero, José Luis González, del que nadie hablaba porque estaba a la sombra del de Olaberria (afincado a día de hoy en A Coruña; me refiero a Elduayen, no a González que es enemigo de por vida del deportivismo), llegó por accidente, otra lesión, y acabó haciéndose con el estatus de sustituto de Arconada. Su debut en Anoeta fue decampanillas, 1-5 ante el Barça. En su tercer encuentro, ante el Valladolid, la Real ganaba 1-0 y en el minuto 88, cuando yo ya estaba en un vomitorio para ver el final y salir pitando para que mi aita no encontrara atasco, se le escapó una pelota por alto muy sencilla y los pucelanos empataron. Lo increíble fue que la Real sacó de centro, Górriz puso el balón en el área y Bakero lo cazó tras un rebote o una peinada en el área para hacer el 2-1 ante el previsible despiporre general.

Mi colega era capaz de jugarse lo que fuese en una tanda de penaltis. Debe ser que en la citada soledad forjan una personalidad y una confianza en sí mismos fuera de lo normal. Y eso se nota también en la portería txuri-urdin. Moyá y Remiro me parece que forman una gran dupla. Estando bien el primero, yo hasta tendría dudas sobre quién querría que jugara la final del 3 de abril. Lástima que la rodilla no le haya aguantado. ¿Que se podía haber evitado lo sucedido o adelantado la operación en lugar de ejecutar un tratamiento conservador? ¿O incluso anticipar el ensayo general para tener todas las posibilidades con el mercado abierto? Puede, obvio. Pero a día de hoy ya no sirve de nada darle más vueltas. La Real no va a fichar y hasta final de campaña estarán Remiro y Ayesa. Como sucedió en su día con la lista de meritorios de los Alberto o el propio González. Que pase el siguiente.

Lo malo de la portería es que no espera a nadie. Es como un test de antígenos, se conoce el resultado casi al momento. Si falla se refleja en el resultado y tienes mucho más que perder que ganar. La vigilancia es aún mayor en la Real, donde su afición examina con lupa y con criterio a su arquero. Hace dos años me acerqué a ver la final del Torneo Juvenil ante el Valencia y al acabar me encontré con un técnico y le dije: "Me ha gustado mucho el portero". "Lo tiene todo, salvo la altura", me contestó. Era Ayesa. Imagino que el de Ansoain estará cansado de escuchar ese comentario y que librará una batalla particular contra ese estigma. Pero creo que, aunque pueda fallar como Elduayen o González aquel día, la Real ha hecho lo correcto y sigo convencido de que, si llega el día, estará en las buenas manos de un canterano que lo que necesita ahora es apoyo y refuerzo incondicionales (como bien han hecho en Anoeta con su renovación). La confianza la traerá de serie. El mítico Yashin definió como ninguno el ingrato puesto de portero: "Los goles encajados acechan, siempre. Uno no recuerda los que salvó, sino los que le metieron. El arquero que no tenga ese tormento interno no tiene futuro". Y como completó Amadeo Carrizo, célebre arquero argentino, "un gran portero se hace comiéndose 400 goles, siempre que no sean en el mismo campeonato". Y los que te quedan por recibir, Gaizka. Estamos contigo. Y con la Real y su filosofía de cantera. Como me repitió una y otra vez Oyarzabal en la entrevista publicada esta semana, "se están haciendo bien las cosas y el que entra siempre da el callo". ¡A por ellos!