Ya estamos aquí. Otra vez en una semifinal. Voy a pasar de puntillas por las dos cuestiones que han amenazado con eclipsar un partido histórico y quizá el más importante desde el que se nos escapó el título de Liga en Vigo en 2003. Me refiero al mal perder del vecino, que hace tiempo que carece de sentido del humor y ya no tiene ni idea de lo que es una rivalidad bien entendida y el consiguiente chorreo cuando te han ganado como sufrimos y encajamos en la ida; y al supuesto interés por Willian José de un Barcelona al que le gusta mucho marear la perdiz en los momentos más inoportunos. Nada nuevo en ninguno de los dos casos. Mirandés. Esa es la palabra que lo resume todo y lo único que debe centrar nuestros esfuerzos e ilusiones después de la Semana Grande adelantada al mes de febrero y de la máxima expectación que ha generado la posible vuelta de nuestra querida Real a una final 32 años después.

No puedo dejar de valorar los extraordinarios cuartos de final que deparó el nuevo formato de la Copa. En un resultado sin precedentes o, mejor dicho, sin que se recuerde algo parecido, los cuatro conjuntos que no eran favoritos lograron la clasificación. Solo uno de ellos lo consiguió a domicilio y nada menos que en la guarida del líder de la Liga, y fue la Real. No hay ningún torneo que depare este tipo de emociones y que dé la oportunidad de ser felices a clubes modestos como la Copa. Duelos a vida o muerte, en los que las categorías inferiores o a los que en la competición regular no les alcanza para plantarle cara a los ricos miran a los ojos a cualquiera que se les ponga enfrente. En los que la euforia de los pobres se puede equiparar con las del Telediario del 22 de diciembre tras el sorteo de la lotería. ¿Hay algo más bonito que eso? Que ver celebrar extasiada a gente que no está acostumbrada a vivir alegrías del equipo de su corazón. Gente que siempre sueña con que algún día les toque a los suyos darles una satisfacción irrepetible y de repente, de la noche a la mañana, se alinean los astros para convertirles en los elegidos. Que esas escenas y esas lágrimas que tradicionalmente ven en sus televisores las están paladeando ellos en una ocasión única que quizá no se repita jamás mientras estén vivos. Y que todavía tengamos que sufrir a algún amargado diciendo que hay que cuidar más el formato porque no le interesa a nadie...

Esta polémica artificial, alimentada por gente absolutamente prescindible, me recuerda un poco a lo que está sucediendo en la Parte Vieja donostiarra. La estamos perdiendo, si no lo hemos hecho ya, y ni nos hemos dado cuenta. Varios de mis establecimientos de pintxos preferidos han cerrado y se está abogando por franquicias que repiten las mismas cartas, lo que nos priva de transitar de bar en bar en busca de nuestra especialidad preferida, que es lo que nos ha encantado toda la vida. En el fútbol sucede lo mismo. Los gigantes arrasan con todo y quieren la tarta entera sin dejar ni las migajas a los demás. Nada debería ser más atractivo, no ya en el deporte, sino en la vida, como que los pequeños se subleven y aspiren a lograr una gesta que perdudará para el resto de su existencia para sus protagonistas y aficionados. Y lo que opinen los demás, los que quieren que siempre se disputen los títulos los mismos, como diría Mecano, está de más.

Yo estoy muy preocupado. Pero mucho. Llevo una semana un poco perdido entre mi propia parroquia, porque no acabo de aceptar la forma en la que hemos digerido la increíble hazaña del Bernabéu. Yo no era demasiado supersticioso, pero fui adquiriendo pequeños clichés y manías que me contagió uno de mis periodistas más admirados y queridos. Tan gruñoncete como entrañable, no toleraba ningún comentario del tipo que uno de los rivales estaba jugando fatal (siempre me echa en cara que osé decir que "Zidane está acabado" minutos antes de que anotara un 2-2 en Anoeta). Aún hay más. Cuando el partido se encontraba muy emocionante y se me ocurría comenzar a escribir, porque yo era y soy mucho más lento redactando que él, era capaz de soltarme un bufido que me dejaba clavado en el sitio: "¡No empieces todavía, espera al final!". Pero la mejor, la que más ha divertido siempre a mi cuadrilla, es cuando después de una derrota, ya fuera del campo, en el coche camino de casa o en el taxi yendo al hotel, si se me ocurría reírme por algo, estaba muerto: "A ti te hace mucha gracia que pierda la Real, ¿no?". El tío era implacable. Lo curioso es que al final resultó que lo suyo era contagioso. El pasado jueves, cuando Merino logró el 1-4, el periodista y amigo que tenía al lado, no pudo contener la emoción, y comenzó a llamar a toda su familia con lágrimas en los ojos. A la tercera llamada le cayó una amenaza en forma de estruendo: "Cuelga ahora mismo ese teléfono que esto es el Bernabéu y solo en el descuento nos pueden pitar cinco penaltis y marcar seis goles". No se preocupen, el abrazo que nos dimos al final lo compensó todo...

Pues bien, estoy descolocado, porque no paro de escuchar a hinchas hablándome de la final y de los sitios que ha reservado en Sevilla y no entiendo nada. Y eso que es comprensible por los precios, pero yo creo que lo llevaría en secreto. El tema pasó de inquietante a muy grave cuando mi amigo el gruñoncete me escribió sin estar ebrio: "Vamos a ganar la Copa" (acompañado de cuatro emoticonos de una copa que, por si fuera poco, no le pegaban nada). Cuando le pedí la lógica y aprendida por sus enseñanzas mesura, me replicó (según lo leo de nuevo ahora alucino más): "Estoy arriba. Emocionado. Que sí hostia". Le pregunté a ver quién le había quitado el móvil y no puedo reproducir su respuesta.

Por favor. Vamos a tener los pies en el suelo. El que no haya visto al Mirandés que se ponga sus partidos ante Sevilla y Villarreal, a los que les pasó por encima. 32 años son demasiados como para dejar pasar esta oportunidad. Que no tengamos que lamentar que por correr y dar por superado antes de tiempo el penúltimo escalón nos quedemos sin toda una final. La Real tiene que confirmar el hambre, la ambición y la calidad que ha acreditado en esta edición del torneo en el que ya ha logrado borrar la histórica mancha negra y en la que ha creído en sus posibilidades desde que se enfrentó al Becerril en Palencia. Todos estamos exultantes e ilusionados, pero hay que controlar las emociones porque enfrente hay un buen rival, que no tiene nada que perder y que persigue el mismo sueño que los realistas. No se puede fallar. No hay excusas. La Real tiene que clasificarse para una cita que le va a permitir regenerar su sentimiento y el sentido de pertenencia de su gente y sus descendientes. Lo necesitamos todos. Sois los elegidos. Para alcanzar la gloria hay que bajar al barro esta noche y en Anduva. Y esto no es pesimismo, solo se trata de un mensaje de la Dirección General de Vender la Piel del Oso antes de Cazarlo. Al loro, que hay mucho en juego. ¡A por ellos!