Quienes no habéis cumplido 40 años todavía (suerte la vuestra) y sois hombres que no hicisteis la mili, entra dentro de lo probable que lo que hoy escribo os suene a chino mandarín. Nos situamos. En la década de los 70 nos sorteaban. Tocaba un destino y allá que ibas. Retrasabas la incorporación por prórrogas de estudios. Salvo que tuvieras los pies planos, casado con hijos, o argumentases otras causas, no te salvaba ni el Tato de vestir uniforme. Con los años llegaron la desobediencia civil o la insumisión. El día que se decidieron las quintas Ceuta fue el destino asignado. Por eso, cuando a la Real le emparejaron con el equipo caballa, sentí algo así como una tentación de aprovechar la oportunidad para volver más de 40 años después. Pregunté cómo iba a ser el viaje. Recuerdo la estación de Madrid. Un tren cargado de reclutas camino de Algeciras. 114.200 horas de viaje. Luego, un barco, La Paloma, en el que se cruzaba el estrecho hasta que finalmente accedías al cuartel de turno. Un problema, que sigue vigente, se relacionaba con el viento de levante. Si soplaba fuerte, las olas se hacían mayores y los ferris no realizaban el trayecto. Hasta que no amainaba (podían pasar varios días) la ciudad quedaba incomunicada. Ese riesgo existía, tanto si elegías los aeropuertos de Málaga, Jerez o Gibraltar.

Entiendo, por tanto, las razones de elegir Tetuán como pista de aterrizaje. Normal. El campo de fútbol se encontraba (no se ha movido) en el Hadú, un barrio alto de la ciudad. El Alfonso Murube fue testigo de múltiples y encarnizadas disputas. Azotaba muchas veces el viento a lo bestia. Subía a menudo, sobre todo cuando en el equipo rival jugaba algún guipuzcoano, al que visitábamos en el hotel Ulises antes del partido para conseguir entradas. Había ambiente. Creo haberos contado alguna vez que los vestuarios están detrás de una portería. Un partido contra la Balompédica Linense traía en el banquillo a Jacobo Azafrani. Era un entrenador muy conocido que no se quitaba el sombrero nunca. Cuando accedía desde el vomitorio al terreno de juego, la grada coreaba su nombre: “Jaco, Jaco, Jaco”, como si fuera una vicetiple bajando la escalera en una revista de variedades. Por los descampados de la zona se perdían los fines de semana centenares de soldados, en busca de un Riau Riau, al módico precio de 25 pesetas que traducido a la actual moneda serían más o menos quince céntimos. Puedes imaginar que aquello era todo muy rápido y no sobraba el glamour. Y hasta aquí puedo escribir. La ciudad era puerto franco y los precios eran mucho más baratos que en la península. Siempre me encargaban güisqui Johnnie Walker de etiqueta roja o negra. No llegaba a cien pesetas la botella (60 céntimos de euro). A las tiendas llegaban productos extranjeros que aquí ni conocíamos. Inolvidable chocolate Cadbury. Los almacenes de los hindúes estaban repletos de radios, magnetofones, despertadores, calculadoras y relojes Casio, pletinas, etc. Cuando salía a correos, bancos y otras diligencias paraba a tomar un café con bollo de pan untado en mantequillita colorá en un bar que conocíamos como El Cielo, porque solo cabían los justos. Ni uno más. Pequeño, pequeño. Lo atendía el dueño. Se llamaba Pepe. Le conocía todo el mundo y alborotaba el gallinero lo que hiciera falta. Le daba igual que hubiera funcionarios, coroneles o gente joven como nosotros. Por allí o en la plaza de los Reyes coincidía con Lolo, un futbolista emblemático del equipo caballa, lo mismo que los árbitros Jaramillo González, ya fallecido, y Emilio García Ordóñez que trabajaban en la misma tienda. Hablábamos de fútbol que era de lo poco que se podía hablar. Por las tardes, la cita era algunas veces en el Lord Byron, el sitio más chic de la ciudad, detrás del hotel que he citado antes. Allí se juntaba la creme de la creme, preferentemente occidentales e israelitas. Acudía también calle Real abajo a los almacenes El Trébol, propiedad de la familia de un compañero que conocí en el campamento de San Fernando. En la trastienda todas las tardes, a las cinco, se servía un té americano (leche condensada) y galletas inglesas, mientras el turisteo trata ba de comprar regateando una chilaba, un tarbuch, puffs, teteras, kilims y handiras, y muchísimas cosas más de artesanía magrebí o china porque aquello era un bazar en toda regla. Podría hablaros de las naranjas marroquíes que eran formidables o de las pastelerías Vicentino y La Campana, cuyo propietario era azpeitiarra. El día de San Ignacio invitaba a los giputxis a celebrar el día del santo patrón en su casa. Montaba una fiesta en toda regla y se cantaba el himno. En agosto (hace un calor que te mueres) se celebra la feria en honor a Ntra. Sra. de África, patrona de la ciudad. Imponente sarao de siete días. Las casetas se montaban con todo lujo de detalles, lo mismo que la procesión del Viernes Santo. Precisamente, ese día me tocó guardia. Por la puerta del cuartel pasaban los pasos imponentes, llenos de flores rojas. Es posible que te preguntes ¿qué mili se pegó este tío? Pues eso.

Estos días he tratado de actualizarme a través de las páginas web al uso. El cuartel ya no existe. El cine Cervantes que estaba enfrente es hoy un café teatro y casi nada mantiene el ser de hace décadas. Ni siquiera la hierba del campo de fútbol, reconvertida en artificial. Sobre ella, la Real trató de demostrar la supremacía propia de la diferencia de categoría. Un día le escuché a Imanol unas declaraciones en las que recogía el compromiso de los suyos, más allá de los minutos de juego de que dispongan. Quizás en ese rol de menos habituales se encuentre el pequeño (con perdón) Sangalli que ayer marcó dos goles y nos sacó del atolladero y del tembleque. Tras un primer tiempo soso, arriesgado, en el que los caballas parecieron más enchufados, llegó una jugada, vaselina incluida, que pudo costarnos cara. Pese a que solicitaron penalti (no me lo parece), la cosa no fue a mayores. Fue algo así como el campanazo de salida, porque apenas tres minutos más tarde, la Real contaba con dos tantos de reconfortante ventaja. Uno, del propio Sangalli, tras un eslalon victorioso. Otro de Januzaj que hizo mejor el gran centro de Barrenetxea, autor del cuarto. En la garganta se desató el nudo. Gracias, Luca.