Va por ti, abuelo
madre no hay más que una. Y como la mía, ninguna. La presidenta de mi club de fans regentaba una tienda, por lo que trabajaba todos los sábados por la tarde y, aunque me quiere mucho, no solía levantarse los domingos por la mañana para pasar frío en un campo de Donostia o de la provincia como siempre hacía mi aita. La ilusión que me producía cuando se acercaba a verme solía menguar rápidamente con el paso de los minutos mientras se iban escuchando continuos gritos de ánimo centrados en su vástago, en lo que se puede considerar el origen de la Grada Zabaleta (mi querida abuela, de 103 años, debió ser una de las cofundadoras de los Ultra Sur; había que ver un partido del Madrid con ella?). Daba igual lo que pasara y la hostilidad del escenario, su aliento se escuchaba desde todo el campo. Parecía que llevaba un altavoz. Hasta el punto de que en un partido en Beraun ante el Beti Ona y tras una flagrante falta de tarjeta color naranja de su hijo, que no se prodigaba demasiado en estas lides, cuando se estaba disculpando y era amonestado justamente por el colegiado, resonó en la grada entre las familias de los jugadores locales: “¡¿Amarilla? ¡Amarilla al otro!”.
Ella es así. Entrañable. Imposible no quererla. Sus dotes de animadora eran tales, que en mi casa están convencidos de que ganamos una final de la playa gracias a los alaridos de ánimo de mi madre y no a la calidad de su hijo y sus compañeros. Por cierto, esa leyenda la recuerdan bien, lo que no se acuerdan es de que una final en la playa se juega una vez en la vida, su hijo era el capitán del equipo y mis aitas acudieron a presenciarla, visto lo visto con la garganta preparada, pero sin una miserable cámara de fotos para inmortalizar el momento. En fin, otro capítulo más de los mismos torturadores que me metieron con 12 años en un autobús destino Bruselas para que aprendiera francés solo 20 minutos después de que Arconada detuviera el decisivo penalti al atlético Quique Ramos en el que fue, lo que agrava aún más lo sucedido, el último título (masculino) del club (no se asusten, estoy de broma, he sido un niño muy querido y mis aitas son insuperables).
Una cosa es la relación padres e hijos en un campo, mucho más caliente y visceral, como estamos comprobando últimamente en episodios violentos muy desagradables que en mi época yo no viví ni sufrí, y otra, mucho más cordiales y profundos, son los vínculos que se generan con el fútbol entre los abuelos y sus nietos. Una de las instantáneas más conmovedoras que he visto en los últimos tiempos ha sido la de un abuelo tapando con un paraguas a su nieto, portero, en un campo para que no se calara mientras su equipo atacaba. Yo no tuve suerte en ese sentido, porque solo conocí a un aitona (el madrileño murió en un accidente de tren dejando viuda y siete hijos, con la mayor, la presidenta de mis fans, con ocho años) y ya era mayor como para acercarse hasta la playa para ver a su nieto. No tuve la suerte, porque eso para mí es una inmensa fortuna y sé de lo que hablo al haber vivido once años con mi abuela en Madrid, de tener un abuelo que da la vida por ti y se sacrifica a diario para que puedas perseguir tus sueños como le sucedió a Portu. El reportaje de hace unos años emitido en Movistar (cómo no) consigue ablandar al más insensible, ya que juntó al realista con sus abuelos en Girona cuando ya estaba logrando triunfar en su primer año en Primera con la camiseta rojiblanca. En el mismo, relatan que cuando fichó por el Murcia y el Valencia, sus padres no podían llevarle desde Beniel y fue su aitona quien dio un paso adelante y decidió ser él quien le llevara a todos los entrenamientos y partidos. Hasta el punto de que en sus equipos todos le conocían como “abuelo”. “Es más famoso que yo”, solía reconocer el ahora blanquiazul.
El mismo sacrificio que aprendió y que interiorizó Portu para jugar siempre con el hacha de guerra en la mano. Es en todo momento consciente de lo mucho que le ha costado llegar y del esfuerzo que tuvo que hacer su familia para que se convirtiera en futbolista. Por eso en el campo se entrega y lo da todo y fuera de él se muestra agradecido, acordándose en cada encuentro de los que no entran en las convocatorias.
Cuando se le conoce no tardas en darte cuenta de que no se trata de una persona cualquiera. Es cercano y se hace querer. En pretemporada, cuando preguntabas por los nuevos a sus compañeros, varios de ellos coincidían en la respuesta: “¿Portu? Ese al segundo día parecía que llevaba toda la vida en Zubieta”. Mientras le sacábamos fotos para la entrevista que le hicimos en este periódico, pasaron cuatro compañeros con sus coches mientras abandonaban las instalaciones y todos le vacilaron desde lejos, a lo que replicó a gritos, entre risas, sin importarle que estaba atendiendo a un medio.
Todo eso del sacrificio, de la importancia de lo que defiende en la presión, y lo buena persona que salta a la vista que es, está muy bien, pero parece eclipsar que ha venido un jugadorazo. Un extremo o segundo punta con una verticalidad, una agresividad y un disparo que no veíamos, sin entrar en comparaciones (que podría soportar bastante bien) desde Nihat. El equipo es otro cuando está en el campo (ahí se encuentra el increíble dato de su estadística) porque lo estira y siempre le propone un desmarque a las espaldas de la zaga rival con todos los espacios para los demás que ello conlleva y tiene veneno en su bota derecha. Con el turco yo rescaté esas sensaciones de contar con un ídolo que hacía tiempo que creía olvidadas ya, sobre todo cuando comencé a ejercer de periodista deportivo, por lo que entiendo el fenómeno que se está viviendo con él entre las nuevas generaciones.
El abuelo de Portu, mientras visitaba el vestuario del Girona con su nieto, recordaba con cariño: “Cuántos compañeros tuyos del Murcia, entre los que había chavales muy buenos, no han llegado. Si viene algo más, bienvenido sea, pero si no, nos tendremos que conformar con esto. Que no es poco”. Para su fortuna, apareció la Real. Y para la nuestra, claro. Ahora perseguimos juntos los mismos sueños. ¡A por ellos!