Estaba en casa a media mañana y cayó un tormentón del diez. Dudaba bastante entre la posibilidad de ir al estadio o quedarme en casa, con la televisión puesta y un café con leche y tostadas para untar. Opté por lo segundo, ya que además quería ver la final del mundial de balonmano. Chicos jóvenes jugándose un título con una madurez que aleja, una vez más, la tesis conservadora de las oportunidades tardías. Si se cree, se cree y punto. Lo que pasa es que hay tenerlos bien puestos y ser valiente, sin miedos. Me refiero, sobre todo, a Noruega, al seleccionador Christian Berge quien, por dos veces, superó un cáncer. Iba con ellos en la final, pero la superioridad danesa fue aplastante y debieron conformarse con la plata, la medalla del desconsuelo, que es lo que en este momento debe acompañar a la feligresía txuri-urdin.
Me refiero ahora al día en que terminaba la mili. Entré a un despacho en el que un cabo entregaba la cartilla que certificaba la licencia. La blanca estaba llena de hojas que no leí nunca, salvo una página. Era aquella en la que se trataba de puntuar el valor del soldado. Estaba escrita a mano, con letras de tinta azul, se le supone. No había otra forma de rellenar la casilla, porque eran imposibles las comprobaciones. Eso no es lo que sucede con los equipos de fútbol y los entrenadores. Cada siete días saltan al campo a demostrar sus capacidades. ¿Valientes o timoratos?, ¿agresivos o blandos?, ¿competitivos o palmeros?, ¿lolailos o discípulos de Braveheart?. En función de lo que ves, te haces la composición de lugar y sacas las conclusiones pertinentes.
Miedo me daba el partido de ayer por varias razones. Llegaba el último y eso supone siempre un peligro andante, porque en años precedentes nos dejamos muchos puntos con los equipos de la cola del autobús. Y al final los echas en falta. Es decir, somos capaces de ganar en el Bernabéu y perdemos el botín cuando menos lo esperas. Por ejemplo, empatando en casa ante el colista. Somos así. Luego, sigue instalada una especie de leyenda maldita que defiende el hecho de que, cuando un equipo juega en casa dos partidos seguidos, no los gana. Algo que se repite con asiduidad portentosa. Y viniendo quien viene el sábado a lo mejor damos por bueno el empate ante los oscenses. Añadamos cómo estaba la tarde, el viento, la lluvia, el trueno, el rayo (bueno, ese fue la semana pasada) que no suelen ser buenos compañeros de viaje. En fin, eso de que el valor se me supone, va camino de ser pura filfa. Desde luego, si ayer Conchita Piquer hubiera debido cantar su Romance de valentía no se miraba en mi espejo. ¡Vaya tardecita! La primera parte respondió a lo esperado. Imanol, en la previa del encuentro, avisaba del peligro en las transiciones, antes contraataques, de los oscenses.
Dicho y hecho, pelotazo al palo derecho de la meta de Rulli y paradón del argentino para confirmar las palabras del técnico. Es cierto, porque no se deben dar pistas al enemigo, que no comenta las dificultades que el equipo encuentra para superar las defensas con cinco jugadores. Esta es una táctica que cada vez está más en boga y romperla al ritmo que jugamos es casi una misión imposible. Son mecanismos de seguridad. Te regalan el balón, te conceden la posesión, te aprietan y salen como cohetes en cuanto te descuides o te equivoques. A la Real le costó mucho trenzar juego y llevar peligro a la meta de Santamaría. Supongo que todo respondía a un plan, lo mismo que el equipo de salida. Se trataba de que el Huesca no se adelantara en el marcador porque, si eso sucedía, los problemas iban a ser mucho mayores. Había riqueza ofensiva en el banquillo, a la espera de que el viento soplara a favor o que se diera la ocasión para poner en el césped a toda la artillería. Esa es la carta con la que me quería quedar en el descanso, después de comprobar que 21.252 valientes decidieron apoyar al equipo y no quedarse en casa. Quizás, si llegan a saber el devenir del encuentro, deciden lo mismo que yo, aún a costa de ponerse más nerviosos ante el televisor y jurar varias veces en arameo. Es lo que hay.
Ni la salida de Januzaj, ni los siguientes cambios, determinaron un cambio en el paisaje. Es posible que, si a esta hora siguen jugando, las cosas no cambiaban. El Huesca estuvo impecable en lo suyo, brillante. Prácticamente, ni un error, ni un fallo, ni un desliz en la concentración. Es cierto que un punto no les saca de pobres, pero refuerza su plan a la espera de mejores oportunidades. En el lado de aquí, la incertidumbre se alimenta con estos tanteos pobres, esquilmados, rácanos. Esta vez, felizmente, sin encajar un gol, sin lesionados, sin sancionados, con ganas de ser solventes en casa de una puñetera vez. Es lo que espera la parroquia que acude a Anoeta y que sigue reivindicando que el himno sea un poco más chisposo. Por comentar.
Es tal la ansiedad del equipo que comete errores y se desespera. Los gestos inequívocos de Diego Llorente pidiendo calma a sus compañeros responden a la necesidad de evitar las prisas y fallar más de lo recomendado. Sobre todo, cuando la posesión a favor es escandalosa y hay que jugar bien para sentenciar. Valoro la valentía, aun a riesgo de equivocarte. Imanol la tuvo al decidir el cambio de Willian José, lo mismo que el brasileño al mostrar su enfado. El técnico nadó y guardó la ropa, Pitaron su decisión. Pensó en lo mejor para el equipo. No me caben dudas.
"Era muy poco en la vida. Tan poco, que nada era". Ese es el comienzo de la canción antedicha. Quisiera creer que somos más y que en algún momento el equipo lo demostrará. ¿Objetivos? Lo dijo el entrenador, que no quiere hablar de ellos. Normal, a la vista de cómo está el campeonato y lo que cuesta imponerse. Sinceramente, me bastaría con ser nosotros, seguros, firmes, sin dudas y con una convicción enorme en las propias fuerzas. Escribirlo es fácil, pero cumplirlo Eso sí que es un ejercicio de valor. No conozco éxito que no venga por ese camino.