Esto de tener amigos de otros equipos es curioso, porque a veces te hacen preguntas que pueden descolocarte. Antes de comenzar el derbi madrileño, uno de ellos me lanzó una clásica: “¿Quién quieres que gane?”. La verdad es que no tuve muchos problemas para contestar: “Si en la delantera de uno de los dos equipos, aunque no sienta demasiada simpatía, juegan Torres (una de mis grandes debilidades futbolísticas) y Griezmann, la respuesta es bastante sencilla”.
Lo he contado muchas veces. Viví más de diez años en Madrid. Durante esa etapa solo me perdí alguna visita de la Real por fuerza mayor. En mi posición, muchos sucumben ante la llamada del lado oscuro, esa que lo único que te garantiza son títulos de forma periódica, pero yo me mantuve fuerte sin problemas ni dudas. Es más, llegué en 1994, sin excesiva animadversión hacia el Madrid, pero año a año le fui detestando un poco más. Más tarde, cuando empecé a ejercer de periodista, conocí a esa maravillosa minoría de Vallecas cuyo influjo me conquistó para siempre.
Y luego estaba el Atlético. Yo tengo mucha familia colchonera (que no india y esas abominables modernidades). Siempre le profesé cariño al equipo, sobre todo por uno de mis tíos que era muy forofo. Yo iba al Calderón solo y con mi bufanda de la Real. He celebrado goles, como uno de Karpin en la primera jornada de su doblete en 1996, sin que nadie me recriminara lo más mínimo. Todo cambió tras el asesinato de Aitor Zabaleta y, sobre todo, con la forma de comportarse de su afición en el campo cuando unos malnacidos han estado durante años mancillando su memoria impunemente sin que el resto del graderío les repudiara ni manifestara el más mínimo rechazo en una actuación tan impresentable como cobarde.
Cuando compite el Atlético ante otros equipos y mientras no afecte a la Real, normalmente sigo queriendo que gane. Sobre todo si juegan Torres y Griezmann, quien por cierto, y pese a que se puso pesado con sus reiterados deseos de marcharse, ha tenido un comportamiento impecable con nuestro club desde que se fue, además de sus impagables e imborrables servicios prestados. Con un respeto y un cariño digno de agradecer y de destacar. Por eso le deseo y le desearé siempre lo mejor, aunque le aconsejo un pronto y millonario cambio de aires, ya que el 20% del traspaso recalaría directamente en las arcas de la Real.
Pero cuando vuelvo al lugar de los hechos, no tardo en volver a sentirme mal. Ya lo decía mi excompañero y amigo Iñako Díaz Guerra, atlético de pro, “contra el Athletic, la grada del Calderón da bastante grima”. Para un aficionado txuri-urdin es una sensación insoportable que los que acompañaron a Ricardo Guerra en el asesinato de Aitor Zabaleta en 1998 estén tranquilamente en el campo como si no hubieran tenido ninguna responsabilidad en lo sucedido. Cierto es que, últimamente, cuando juega la Real apenas entonan cánticos, algo para lo que les ha debido convencer la directiva rojiblanca, porque es imposible que esa iniciativa haya salido de esas cabezas cuadradas. Y que solo diez años después, cuando han gritado contra Zabaleta incluso hasta se han empezado a escuchar algunos débiles silbidos del resto del estadio. Pero es que, aunque no lo crean, son muchos los aficionados colchoneros que siguen convencidos de que Aitor era un temible miembro de Jarrai al que le esperaban para ajusticiarle, en lugar de un hincha de a pie como tú y como yo que iba al fútbol acompañado de su novia y que, para más inri, encontró la muerte al rezagarse por ayudar a un discapacitado físico. Una repugnante teoría parecida a la de los que relacionan a ETA con los atentados del 11-M. No hay más ciego que el que no quiere ver, y los más sinvergüenzas siempre prefieren maquillar la realidad para convertirla en una mentira asquerosamente interesada antes que aceptarla tal y como es.
Lo peor de todo es que, 18 años después, el mal sabor de boca por lo sucedido ha vuelto tras el asesinato del gallego Jimmy. Con el mismo trato por una parte de la prensa madrileña, que ha protegido de forma vomitiva a los radicales y ha buscado excusas y coartadas para justificar sus actos, y la misma actuación de policía y jueces, que, incomprensiblemente, solo han encontrado a un cabeza de turco para salir al paso. ¿Y los que estaban con él? ¿Nos quieren convencer de que un chaval de 17 años reventó y tiró al río al ultra del Deportivo solo? ¿Y los demás qué hacían mientras a su lado, animar? ¿Como animan a su equipo mientras la mayoría de su gente, que ha vendido su alma al diablo, se muestra encantada por el ambiente que generan? Imposible pensar solo en fútbol en un nido de fascistas radicales que no tardarán en volver a asesinar. Y ese día, a la tercera, habrá que señalar por fin a todos esos cómplices que aún siguen mirando hacia otro lado...