El césped húmedo de Atocha adquiría un color especial cuando, alguna que otra noche de miércoles, se veía iluminado por los focos de nuestro viejo campo. Muchos son los recuerdos de aquel escenario que se agolpan en la mente de los aficionados realistas, muchos. Pero en mi top 3 particular siempre figurarán las veladas coperas, no necesariamente contra rivales de fuste. Los sufrimientos para superar a Sabadell o Atlético Madrileño. La fallida tanda de penaltis ante ese Súper Depor en ciernes que se disponía a subir a Primera División para hacer historia. Por supuesto, la (casi) remontada del 93 contra el Madrid. O incluso los bocadillos de los descansos, con operarios sobre el campo arreglando la embarrada hierba y los míticos y sobrios anuncios sonando por megafonía.

Ha llovido mucho desde entonces. Ahora la Real juega en un estadio de atletismo, cuyas pistas quiere eliminar antes de ampliar el graderío, ante el escepticismo de quienes recelan de un recinto para 40.000 espectadores. Llenarlo pasará, entre otras cosas, por hacer realismo, por evitar que una generación entera de chavales guipuzcoanos sucumba a los cacareados encantos de Messi y Cristiano. Y la Copa del Rey siempre va a suponer una buena herramienta para ello. Por eso cada eliminatoria de la competición, vista la pobre trayectoria reciente del equipo en la misma, pone en juego bastante más que un simple billete a la siguiente ronda.

La sensación que queda tras lo de anoche es la de que perdemos un año más, una nueva temporada dejando pasar un tren que ilusiona y que a una plantilla de 27 (25 más Oyarzabal y Aritz Elustondo) nunca le tiene que molestar. De hecho, ayuda más que perjudica. Quedan cinco meses hasta marcharnos de vacaciones. 22 partidos. Y en el vestuario Eusebio se va a encontrar todas las mañanas un porrón de jugadores que no tienen minutos. Papelón. Ni octavos de final. Ni hacer afición. Y un atasco para hacer alineaciones y convocatorias que hay que intentar solucionar en enero.