un profesor de arte griego nos dormía en clase con habilidad pasmosa. El aula era profunda, larga y oscura, sobre todo cuando se apagaba la luz para encender el proyector de diapositivas que él llamaba filminas. Nos metía raciones inmisericordes de kuroi y kurai, figuras de hombres y mujeres de expresión hierática, brazos pegados al cuerpo, puños cerrados y pies firmemente asentados en el suelo.

Miran de frente y transmiten poca expresividad, o, al menos, eso es lo que me parecía. Hay centenares repartidos por el mundo y pretendía que identificáramos todos en los exámenes correspondientes. Una mortificación en toda regla.

Al segundo o tercer día de clase se le ocurrió que sería bueno realizar un viaje al país de Alexis Tsipras. Sabía de sobra que no teníamos un duro, así que no tuvo mejor ocurrencia que sugerir que los hombres trabajaran para sacar dinero y que las mujeres explotasen sus encantos naturales. Se montó un belén, entre otras cosas porque en las primeras filas de bancos y pupitres se sentaban unas cuantas monjas pertenecientes a diversas congregaciones. Iban todas con hábitos, la mayoría negros.

Hice amistad con dos de ellas que vivían en un chalet. Una pequeña comunidad de estudiantes bajo la dirección de una superiora a la que saludé un día que acudí en busca de unos apuntes. Una de las monjas se llamaba Lucía, era de Granada. Con gafas negras, de esas que usaban y siguen usando las religiosas. Los cuadernos de apuntes eran de museo. Letra impecable, rotuladores de color para destacar lo importante, líneas y recuadros? vamos, una maravilla que trataba de imitar, aunque solo fuera por contagio. La otra, que estudiaba lo mismo, era castellana más recia y menos purista en el trabajo. Con el tiempo perdí la relación y no sé qué habrá sido de ellas, ni siquiera si continuaron en la vida religiosa.

Lucía contaba historias de Granada y se le iluminaban los ojos cuando hablaba de su barrio de Cervantes, el lugar en el que vivió hasta el momento en que decidió llamar a la puerta del convento de las carmelitas. Un día, con motivo de alguno de los viajes futboleros, busqué un mapa y decidí patear aquellas calles, donde por encima de todo llama la atención el convento de los Basilios. Esta ciudad dispone de rincones especiales con sabor a mil historias.

Bastante lejos de allí está el campo de fútbol. Los nuevos Cármenes no responden al estigma de lo antiguo. Tampoco el actual equipo se parece mucho al mejor Graná de la historia, cuando Aguirre Suárez, Fernández, Montero Castillo y compañía repartían estopa a diestro y siniestro para convertirse en el equipo contra el que nadie quería jugar. Aquel fútbol y aquella actitud sobre el terreno de juego hoy serán imposibles, porque hay mucha menos tolerancia con el juego duro, brusco o como lo quieras llamar. Todo acabó cuando descendieron hace casi 40 años a Segunda División.

Ha llovido mucho en todas las direcciones y más de un chaparrón nos puso a caldo en el camino. El último cayó sobre la portería. Sancionado Rulli a media tarde, quedaba por despejar la incógnita del titular. ¿Pasaríamos por caja para que jugase el cedido o decidiríamos que debutara el joven Bardají? El sentido común obligó a tirar de experiencia. Oier no lo tenía fácil. Defendió el portal con aplomo, sin cometer un error. Me alegro por él y por el equipo.

La derrota ante el Espanyol nos ofreció la peor versión de un entrenador que miró al cancerbero y le puso el foco en una actuación equivocada, más allá de que el chaval estuviera poco, mucho o nada acertado. Mal vamos si la culpa es de los demás con el impacto correspondiente en la gestión del grupo. El partido de anoche era un paquete envenenado, cargado de dinamita que podía explotar en cuanto nos confundiéramos de mecha o lo manipulásemos sin profesionalidad.

Afortunadamente sucedió lo contrario. Agirretxe abrió una puerta y otra y otra para demostrar que es un futbolista comprometido con el club, como el debutante Zuru, o Iñigo, o Aritz, o Illarra, que le dieron al equipo el poso necesario para galvanizar la primera victoria de la temporada. Estoy seguro que si Sor Lucía hubiera sido txuri-urdin elevaba plegarias al cielo para dar gracias por el cambio de tendencia. Ojalá dure mucho tiempo.