El amargo sabor del caviar
La primera y última vez que viajé a Moscú (19 de octubre de 1998) se relacionaba con estas andanzas de competiciones europeas. El rival, Dinamo de Moscú, y, en lugar del Krasnodar de anoche, la capital de un país que ya había perdido todas esas repúblicas que hoy son independientes, pero que en algunos casos se aferran con nostalgia al pasado y a su pertenencia al reino que hoy gobierna Putin y en aquel tiempo Yeltsin.
Algún jugador de entonces me encontraba parecido con el presidente ruso y me llamaba cariñosamente Boris. Cara sonrosada, mofletes, pelo canoso, algunas sonrisas?, aunque no me he tambaleado para nada como él. ¡No me gusta el vodka! En este viaje que os cuento nos hospedamos en uno de esos hoteles internacionales a los que no tiene acceso la población civil del país. La primera noche después de cenar se presentó en el hall un chico joven que hablaba español.
Dijo ser periodista deportivo y nos recordaba nombres de otros profesionales que meses antes acompañaban al Real Madrid cuando viajó para jugar allí otra eliminatoria. Su objetivo era vendernos caviar. Traía, en una especie de portafolios, varios tarros de cristal. Dos con tapa azul y dos con tapa roja. La diferencia estaba en el tamaño. No recuerdo el precio que nos propuso. Nos reunimos todos los enviados especiales (entonces éramos unos cuantos los que viajábamos) para comentar la jugada y decidir.
Optamos todos por las latas pequeñas de tapa azul. Más o menos, en torno a 20. Quedamos que al día siguiente, fecha del partido, llegaría al hotel con los encargos a la una y cuarto. Puntual a la cita trajo la mercancía. Sugirió que subiéramos a una habitación porque no quería que le vieran. Se le podía caer el pelo. Como la gestión la hizo un compañero de otro medio, no se atrevió a subir solo y me pidió que le acompañara. ¡A buen puerto vino!
Estábamos en plena transacción con todas las latas sobre una cama y con los dólares en la mano, cuando de repente sonó mi móvil, que entonces era del tamaño de un zapato. Llamaban de la emisora para entrar en el programa de todos los días. Cuando el pobre ruso estaba contando los billetes, sonó el artilugio y se pegó un susto de muerte creyendo que era una alarma y que entraba la policía o algo así. Le tranquilicé con un gesto mientras contaba a los oyentes la previa del encuentro.
Como había que mantener confidencialidad, no dijimos nada a los directivos, del mismo modo que ellos tampoco nos comentaron nada. Disponían de una oferta similar que les hizo un representante o traductor. Pagaron más que nosotros por las mismas latas. Ya en el aeropuerto, después de pasar la eliminatoria, hablamos de eso e hicimos unas risas. ¡Pequeño timo!
Metí un par de envases en la maleta. Uno para mí y otro para regalar. Llegaron sanos y salvos. No había probado caviar jamás. Abrí la lata y en una pequeña tostada extendí las huevas que decían ser de esturión. Sabor fuerte, amargo y salado que sinceramente no me cautivó demasiado. Con los años he visto en muchas tiendas el mismo producto en idénticos cristales, lo que supone que aquel encanto de conseguir lo imposible y tan valioso ha desaparecido. Como mucho ahora se traen unas matrioskas.
El fútbol también es diferente. Se ha perdido lo entrañable y la cercanía de la relación y parte de lo sentimental para convertirse en otra cosa que se relaciona con el marketing, las distancias en lo personal, las tensiones, las incomprensiones y muchas veces la acritud. Quienes hemos vivido otros tiempos pasados, debo decir que eran francamente mejores.
Luego, está el ganar y perder. Esta eliminatoria con el Krasnodar se afrontó con una espada de Damocles sobre la cabeza de los protagonistas y en cuyo filo se leía “necesidad”, obligación de pasar, y todas esas cosas que hacen que los partidos sean un abanico de ansiedades. Nadie en su sano juicio podía hablar de optimismo pese a iniciar el partido con un gol de ventaja. Y más de uno, entre los que me incluyo, andaba con la mosca detrás de la oreja tras el fiasco de Ipurua. Entre otras cosas porque no soy capaz de identificar cuál es de verdad la actual Real.
Cuento estas cosas por no hablar demasiado del desastre que supone perder por tres goles ante un conjunto que se encontró con un penalti de regalo desde el que rematar y acabar con todas las ilusiones de un equipo que volvió a jugar rematadamente mal, sin excusas que justifiquen el paupérrimo juego desplegado sobre el césped del Kuban Stadium.
No me gusta el rombo, porque me recuerda al amargo sabor del caviar. No me gusta el deambular de un equipo que no encuentra el sitio, ni baja la pelota, ni crea ocasiones, ni muestra el necesario punto de agresividad y orgullo. No me gustan los jugadores sin pasión. Necesitamos con urgencia recuperar las constantes vitales.