el Corinthians vivió el pasado domingo una de las jornadas más emocionantes de su historia. Este club de Sao Paulo logró su quinto título de Brasil, horas después de haber conocido la triste noticia de que uno de los jugadores más míticos de su centenaria vida, Sócrates, había fallecido. Reconozco que me impresionó ver las escenas del minuto de silencio que se guardó en su estadio, con los jugadores locales colocados alrededor del círculo central con el puño en alto, en una imagen que simbolizaba dos cosas, la manera de celebrar los goles que tenía su ídolo y la lucha de lo que se consideró la democracia corinthiana.

Sócrates fue un jugador peculiar e irrepetible. Y no lo digo por sus condiciones físicas, ya que medía 1,92 y calzaba un 37, ni por el look con el que jugaba, con greñas, barba y una diadema para que no le molestara el pelo en los ojos. Tenía unas aptitudes técnicas impresionantes, era muy completo y elegante, y su visión de juego le convirtió en uno de los mejores futbolistas de la historia. Fue el capitán de la selección brasileña en el Mundial de 1982, probablemente la última competición en la que la canarinha fue fiel a sus principios hasta la muerte. Después, la corriente de técnicos resultadistas secuestró su romántico encanto para siempre.

Pero el mito de Sócrates traspasa los límites del terreno de juego. Estudió medicina, oficio que ejerció al retirarse. Con grandes inquietudes intelectuales, utilizó el fútbol para luchar contra la dictadura militar que imperaba en Brasil, gracias a la corriente que surgió en la década de los 80 conocida como democracia corinthiana. Al parecer, su ideólogo fue el director de fútbol y sociólogo Adílson Alves Monteiro, pero sus líderes más famosos fueron los jugadores Sócrates, Wladimir y Casagrande.

Recuerdo haberle visto en bastantes partidos y era un futbolista al que daba gusto observar. Con dominio excelso del tacón, fina conducción, gran último pase y llegada, porque también marcaba muchos goles. Su imagen con la canarinha, la diadema y el puño en alto, como nuestro gran Satrústegui, es un símbolo de los que perduran para siempre.

El Villarreal, rival esta tarde de la Real, también viste de amarillo, aunque su camiseta tiene poco de legendaria. Este club de estructura casi artificial, edificado a base de los millones de su propietario, Fernando Roig, también tuvo sueños de grandeza. No se puede discutir el mérito de su crecimiento gracias a una apuesta económica importante, que cuenta con la originalidad de haber invertido en la contratación de jugadores para pulirlos en su cantera. Como ya hiciera la Real en Hamburgo en 1982, se quedó a las puertas de disputar una final de la Copa de Europa, con aquel penalti que falló Riquelme en el último suspiro y que, de convertirlo, hubiera valido la clasificación.

Durante estos últimos años, el Villarreal ha contado con equipos de un nivel altísimo y futbolistas de lujo pero, pese a ello, jamás ha podido luchar por el título de Liga. Esto vuelve a poner de manifiesto el extraordinario mérito de la Real en la campaña 2002-03, que tuteó hasta la última jornada al todopoderoso Madrid galáctico. Pese a que le pudo la presión en la penúltima etapa, a lo que hay que sumar que enfrente tuvo a un Celta poderoso, supongo y quiero creer que algo tendrá que ver el peso de la historia para que el equipo realista mantuviera vivo su sueño hasta el pitido final. Gracias a Dios, eso no se puede comprar con dinero.

Sócrates declaró en 1983 que le gustaría "morir un domingo y que ese día, el Corinthians se proclame campeón". Yo me apunto a su deseo con la Real, aunque puestos a elegir, que gane el título el sábado y yo me muera el domingo.