NO me gustan las banderas. Bueno sí, me encanta la txuri-urdin, pero fuera del fútbol me parecen una fuente de conflictos absolutamente prescindibles. Cada vez que la Real visita un campo de fuera del territorio vasco, los hinchas locales les suelen recibir con enseñas españolas. Supongo que serán los únicos días del año en los que en lugar de ponerse las camisetas de sus respectivos equipos se ponen la de la roja e incluso, muchas veces, visten a sus hijos pequeños de la misma forma, en un gesto no demasiado educativo. El Atlético y su capitán, Antonio López, deberían explicar los motivos por los que en lugar de lucir en Anoeta el brazalete que habitualmente utilizan en la Liga, con el escudo del club -como el que llevó ayer Simao ante el Espanyol-, eligieron el que tienen reservado para las competiciones europeas, con la bandera española. El gesto, que pasó inadvertido para todos en el estadio donostiarra, menos para el sagaz enviado especial del diario Marca, no venía a cuento para nada, aunque en el fondo cada uno es libre de hacer lo que quiera y no creo que nadie en la grada ni en el campo se sintiese demasiado ofendido. Ellos sabrán cuál era su verdadera intención.

Tampoco me gusta que se insulte a los rivales en Anoeta con el grito de "Españoles hijos de puta". Me molesta por muchas razones, pero la principal es que el colegiado también puede sentirse ofendido e, inconscientemente, convertirse en un juez parcial que acaba beneficiando a los que siente ultrajados como él. Soy de los que manejan la hipótesis de que parte de los lamentables arbitrajes que sufre la Real en Donostia están mediatizados por las convicciones políticas de los trencillas. Acepto que en los campos de fútbol se increpe a los adversarios, porque forma parte de la rutina de este deporte y uno de sus objetivos es amedrentarles o convertirles las dos horas del encuentro en lo más incómodas posibles. Es más, no me perturba demasiado cuando en el Calderón o el Bernabéu más del 50% de sus gradas se ponen a saltar al grito de "puto vasco el que no bote". Simplemente me quedo sentado, porque me siento orgulloso de ser vasco. Como tampoco me afecta que los bilbainos me llamen, al aparecer en tono despectivo, giputxi, porque también lo soy, y a mucha honra.

Ahora bien, después de recorrer la península con la Real y de ver muchos partidos de otros equipos, sobre todo en Madrid, me siento legitimado para afirmar que nadie es tan mal recibido en tantos campos como les ocurre a los conjuntos vascos. Es por este motivo que no podemos aceptar ni tolerar la denuncia efectuada por Marca sobre los insultos que profirió la grada contra el Atlético, porque además, en esta ocasión, fueron mínimos. Y en este caso, en el de los colchoneros, el deterioro de las relaciones nunca puede ser responsabilidad de la Real ya que todos conocemos el verdadero origen de la discordia. El asesinato de Aitor Zabaleta (que no muerte, como escribió el periodista) nos va a marcar de por vida a todos nosotros.

El Molinón es un santuario para la Real, porque allí Zamora marcó el gol más importante de nuestra historia. Recuerdo que la primera vez que acudí a cubrir un partido, tuve la suerte de pisar el césped y me dirigí directamente hacia la portería del tanto. Me pasé varios minutos visualizando la jugada aunque jamás conseguiré sentir la apoteosis txuri-urdin que se vivió en la celebración. Pese al excepcional recuerdo que dejaron los más de 10.000 extasiados realistas que viajaron aquella tarde de abril de 1981, en Gijón tampoco nos acogen demasiado bien. Aunque a los más de quinientos blanquiazules que estaremos en esta ocasión en la grada no nos afectarán sus insultos, porque en el verde estará nuestro equipo y cuando griten "Puto vasco el que no bote", nos quedaremos sentados lamentando la mala suerte de los gijoneses por no haber nacido en esta maravillosa tierra.