Hace cincuenta años, el Estado español era un país en blanco y negro. Las noticias tenían una sola voz, las películas se revisaban palabra por palabra y la libertad era un lujo prohibido. En 1975, el régimen de Franco agonizaba y la población entera observaba, entre la esperanza y el miedo, el final de una dictadura que durante casi cuatro décadas había controlado la información, el arte y la vida cotidiana. Medio siglo después, aquella España censurada y sumisa contrasta con una sociedad plural, tecnológica y diversa que ha aprendido a mirar su pasado con ojos críticos.
En 1942 nació el NO-DO (Noticiarios y Documentales), un instrumento de propaganda creado por el Ministerio de Gobernación franquista. Su emisión era obligatoria en todos los cines antes de cada película. Bajo el lema Al servicio de España y del Generalísimo Franco, las imágenes mostraban una nación idealizada: Franco inaugurando pantanos, bendecía cosechas y sonreía entre multitudes.
El NO-DO no informaba: adoctrinaba. Era el espejo oficial donde se debía mirar, una realidad seleccionada y manipulada para glorificar al dictador y silenciar cualquier disidencia. El control informativo no solo moldeó la cultura, sino también la memoria colectiva de toda una generación. Muchos ciudadanos crecieron viendo un país ficticio, donde el progreso era una constante y un dictador, Franco, convertido en un héroe incuestionable.
En un país sin prensa libre ni televisión independiente, aquellas proyecciones eran la única ventana audiovisual hacia el mundo. Pero un mundo cuidadosamente recortado, donde solo cabían los triunfos del régimen y los mensajes de obediencia y unidad.
Cine bajo vigilancia
El control no se detenía en el noticiario. Toda producción cinematográfica debía pasar por la censura oficial. Los guiones se revisaban línea por línea y cualquier contenido considerado “inmoral”, “subversivo” o “contrario al espíritu nacional” era eliminado. Los censores vigilaban los besos, las faldas, los dobles sentidos. Las películas extranjeras llegaban mutiladas y muchas fueron directamente prohibidas.
Aun así, algunos directores desafiaron los límites. Luis García Berlanga, con Bienvenido, Mister Marshall, o Juan Antonio Bardem, con Muerte de un ciclista, lograron introducir críticas sutiles a la hipocresía social y al atraso del país. Otros, como José Luis Borau, se atrevieron con el cine del “destape” en los últimos años del franquismo, reflejando el lento deshielo de una moral que ya no podía sostenerse.
Aquel año, se vivía una realidad muy distinta a la actual. La población española era de 35,3 millones de habitantes, con apenas 165.000 extranjeros. Hoy, se supera los 49 millones mientras que el 14,2% son inmigrantes.
La esperanza de vida ha pasado de 73 a 84 años. Sin embargo, la natalidad se ha desplomado: de 2,8 hijos por mujer hace cincuenta años a tan solo 1,12 en la actualidad.
En 1975, las mujeres comenzaron a ganar pequeñas batallas: podían abrir una cuenta bancaria sin permiso del marido o del padre, pero aún se castigaba el adulterio y no existía el divorcio. El camino hacia la igualdad era lento, aunque imparable. En 1981 llegaría la ley del divorcio y, cuatro años después, se despenalizaría el aborto en determinados supuestos.
Ese mismo año, los teatros bajaron el telón durante nueve días en protesta laboral, y figuras como Lola Flores o Sara Montiel se sumaron a la huelga. Las calles hervían con protestas y huelgas, y el régimen, consciente de su final, endurecía la represión.
Cultura bajo sospecha
El 1975 fue también un año de contrastes culturales. Mientras en España la censura cinematográfica seguía vigente, en Europa triunfaban títulos como Emmanuelle o El último tango en París, por supuesto, vetados por el franquismo, por lo que el público en Euskadi y en el Estado se tenía que emocionar con Furtivos y las grandes superproducciones internacionales como Tiburón o El coloso en llamas.
En la música convivían el pop ligero y la canción protesta. Georgie Dann hacía bailar con El bimbó, mientras artistas como Serrat, Aute, Labordeta o Cecilia ponían voz a la libertad. En el teatro, Camilo Sesto y Ángela Carrasco desafiaban lo establecido con Jesucristo Superstar.
Los quioscos eran también territorio de disputa: junto a los diarios oficiales florecían revistas críticas, vigiladas y a veces secuestradas por el régimen.
Los medios de comunicación compartían el mismo destino. La prensa, la radio y más tarde la televisión funcionaban como altavoces del régimen. Todo debía alinearse con el discurso oficial. El periodista que osaba disentir corría el riesgo de perder su trabajo, su libertad o incluso su vida.
Austeridad y control
El Estado salía lentamente del aislamiento. En 1975, solo el 57% de los hogares tenía ducha o baño, y apenas un tercio de los ciudadanos disponía de coche. Un Seat 127 costaba 166.000 pesetas (unos 997 euros), y el salario mínimo era de 8.400 pesetas mensuales (51 euros). La vida era austera: el cine, la misa o las fiestas del pueblo marcaban el ritmo de una sociedad que soñaba con Europa, mientras los jóvenes empezaban a imitar el estilo hippie y pop.
En los hogares, la televisión era el centro del entretenimiento. Solo había dos canales y los programas como Directísimo, de José María Íñigo, reunían a millones de espectadores. Uri Geller doblaba cucharillas y Heidi hacía llorar a niños y mayores. Por supuesto, nadie podía imaginar que algún día existiría Internet o que podrían ver todo eso “a la carta”.
Del silencio al streaming
El salto tecnológico ha sido abrumador. Donde antes había dos canales, hoy hay miles de plataformas; donde solo hablaba el NO-DO, hoy cada ciudadano tiene voz en las redes.
Sin embargo, la evolución también plantea nuevas preguntas: si antes la censura era política, hoy es algorítmica. Las imágenes y las palabras que vemos dependen de lo que un sistema decide mostrarnos. La libertad conquistada convive con la saturación informativa y el poder invisible de los datos.
El archivo del NO-DO, hoy digitalizado por RTVE y la Filmoteca Española, se ha convertido en un documento histórico de valor incalculable. Lo que en su día fue instrumento de propaganda, ahora sirve para entender cómo se manipulaba la realidad. De hecho, se calcula que en esos sótanos hay 6.000 latas que nunca llegaron a ver la luz por no pasar la censura franquista.
De aquella Euskadi del silencio, del miedo y del blanco y negro, nació la actual: plural, libre y digital. Medio siglo después, las imágenes que una vez ocultaron la verdad son la mejor prueba de que la libertad no se concede sino que se conquista.