Le falta credibilidad, le desbordan las imposiciones maximalistas, le asedian los críticos y los enemigos, le imputan hasta el apocalipsis, y, por encima de todo, le cuestionan la viabilidad y la duración de su enrevesado propósito. Pero él siempre se siente seguro de sí mismo, fajador ante las múltiples exigencias, inmunizado contra los reproches permanentes. Por todo ello, él, Pedro Sánchez, sacará adelante su investidura. Lo hará con su manual sobre el encaje de bolillos político. Solo está al alcance de la mano de alguien tan amarrado a su vanidad y querencia al poder, visionario de un nuevo modelo de país al que liderar, revestido de ambición ilimitada y ungido por la suerte.

Superada la pantomima de la negociación con Sumar y de su estrambótica presentación, y liberado del trance monárquico del juramento de Leonor, el líder socialista se apresta a anunciar la buena nueva. Hay acuerdo con los independentistas. Queda, hasta entonces, el hueco propio para las patéticas quejas de patio de colegio de Pere Aragonès o de la enésima invocación de Puigdemont a la declaración unilateral, faltaría más. Cabe, incluso, el pequeño sofoco que provocarán durante esta mañana las críticas felipistas en el Comité Federal. Unas puyas que interesan mucho más a la derecha mediática que a la dirección de Ferraz, aunque siguen siendo incapaces de abrir socavón alguno en la afiliación. Después de la pérdida de puestos de trabajo, de suculentos ingresos económicos y de influencia tras el 28-M, a nadie con sentido pragmático se le ocurre en una Casa del Pueblo cuestionar los métodos para amarrar el Gobierno central aunque sea mirando hacia otro lado y maldiciendo la sonrojante sumisión ante los siete votos de Puigdemont.

A favor de la osadía de Sánchez con la amnistía, ahí queda el hecho elocuente de que España no se ha echado a la calle como muchos auguraron febrilmente. No consta foco alguno de rebelión ciudadana hasta ahora más allá de los comprensibles conatos de indignación del PP en Madrid y de la Societat Civil Catalana, en Barcelona. Como si se asumiera por resignación o hasta por afinidad la trascendental concesión de un perdón que jamás estuvo en el programa del PSOE ni en la imaginación de sus dirigentes. Una generosidad judicial que ha ido tomando cuerpo sigilosamente al ser entendida por algunos como profilaxis de un conflicto o, por la inmensa mayoría, también como asidero de una oportunidad institucional.

Superado el justificado miedo escénico de la amnistía como concepto durante el primer trance de la negociación de investidura, queda por cerrar debidamente su carpeta. Ese rédito de la exigencia aprovechando la tensión de última hora. Ahí es donde ERC enmarca su minuto de gloria para hacerse valer mediáticamente ante el pasmo generalizado que cada minuto provoca el marketiniano clan Puigdemont. En esencia, tan solo fuegos de artificio a estas alturas de la negociación. Imaginarse que los republicanos independentistas son proclives a forzar una repetición electoral teniendo en cuenta su actual declive suena sencillamente a chirigota. Incluso, basta con contemplar cómo Waterloo se ha sacudido la decisión del Consell de la República que contrariaba sus deseos para entender sin demasiadas explicaciones que Sánchez se está saliendo con la suya.

Quizá en ese entorno de euforia se enmarca la chispeante escenografía de la firma de su pacto con Yolanda Díaz. Un acuerdo que la izquierda pareció disfrazar de milagro como si en el intento presupusiera la ingenuidad de todos los demás. PSOE y Sumar hicieron creer que una negociación pendiente de aunar voluntades durante la madrugada anterior, según sus principales dirigentes, se convertía, tan solo unas horas después, en un pacto redactado de 230 medidas, que podía ser presentado en un local alquilado con mucha anterioridad, dispuesto de un cuidado atrezzo en absoluto improvisado en luz y color y, eso sí, al que solo faltaron las preguntas de los medios porque los anfitriones, en su mayoría procedentes de la nueva manera de hacer y entender la política, las vetaron.

Fue una de las escasas jornadas felices para Diaz en los últimos tiempos, alterada la vicepresidenta en funciones por las puñaladas a cara descubierta en el seno de su coalición. El reciente cuerpo a cuerpo sin recato alguno entre Pablo Iglesias y Ada Colau deja al descubierto las miserias de este reagrupamiento forzoso en su día que simula un pésimo encaje de bolillos y advierte de una convivencia de fácil explosión.