El puro de Mariano Rajoy sigue sobre el cenicero sin consumirse. Es la táctica quietista que siempre le ha dado un primoroso resultado. Lo ensayó cuando supo que José María Aznar escrutaba los últimos rumores sobre los turbios negocios de la familia Rato y, de paso, entendía que Acebes y Mayor Oreja estaban quemados de entrada. Allí, siempre en silencio, aparecía él con el verguero encendido sentado en el sofá. Luego, mientras Artur Mas se desgañitaba entre un referéndum de cartón y las soflamas soberanistas interminables, el presidente se tomaba las de Villadiego. Y, ahora, cuando ha visto pasar a su lado a un extenuado Pedro Sánchez, acribillado por la ególatra estrategia de Pablo Iglesias y acusado por una patética orfandad ideológica incapaz, claro, de engatusar de una vez por todas a la izquierda, emerge gallardo Rajoy y le advierte al mismísimo Rey de que no pierda más el tiempo, que vamos del tirón a unas nuevas elecciones -quienes pensaban lo contrario, como yo, acto de contrición- y que después del 26-J le tendrá que llamar para encomendarle la formación del Gobierno.
En medio de la pestilente hojarasca que se desprende de la interminable corrupción que asuela al PP por tierra, mar y aire, Rajoy volverá a ganar en las urnas si se convocaran finalmente para el 26-J. Lo hará en un escenario sociológico cada vez más recortado pero donde, paradójicamente, nadie se tapará la nariz para introducir la papeleta en la urna. Será un gesto volitivo, una demostración elocuente sobremanera de que los demás rivales son incapaces de arrebatarles el voto y de una manera especial, el PSOE. Dilapidada la doble opción de la investidura, los socialistas -no solo Sánchez- se asoman al abismo de su suerte incierta empujados por el cainismo exacerbado que les acompaña en sus genes políticos y por unas gotas de incomprensible ingenuidad evidenciada en un cuerpo a cuerpo de pandereta con Podemos. Es inimaginable admitir que la sala de máquinas del PSOE -¿ni siquiera el maquiavelismo de Rodolfo Ares?- no advirtiera de la soterrada intención de Iglesias de asesinar políticamente a su enemigo desde el mismo día que se cruzaron sus cuadernos para el diálogo. Siquiera Íñigo Errejón, el más próximo a la Casa del Pueblo, debería haberlo insinuado en aquellos días que permaneció ausente de habla que no de espíritu.
Ahora, sustanciada la venganza del ambicioso Iglesias, el PSOE tiembla al otear el destino que le deparará una apurada coalición entre Podemos e IU y de ahí que prefiera ponerse paños calientes aireando que muchas veces ocurre que uno más uno no son dos. Pero Iglesias tiene hechas las cuentas en el camerino de La Tuerka y le salen los números al asegurarse el segundo puesto en muchas circunscripciones junto a Alberto Garzón. Por ahí se pueden ir al desagüe muchos votos socialistas en el reparto de escaños. Sería la gestación del sorpasso, pero también abortaría cualquier acuerdo con los socialistas, ya para entonces enjaulados en otra crisis. Ante semejante panorama -bastante pausible- y a sabiendas de que Ciudadanos siempre estará disponible, Rajoy sigue mucho más feliz apurando lentamente el puro.