Donostia. AUtónoma, con criterios propios, feminista y sobre todo responsable, eran los adjetivos que mejor definían a Dolores Gonzalez Katarain. Yoyes, asesinada por ETA el 10 de septiembre de 1986. La exdirigente había decidido abandonar la organización armada y llevar una nueva vida pero ETA no se lo permitió. Su asesinato en la plaza de Ordizia aquella tarde de verano sirvió para romper con el tabú de que ETA era intocable.

Dos décadas y media después el recuerdo de Yoyes sigue vivo gracias a los actos de protesta que se dieron tras su muerte. Pero consiguió algo impensable hasta el momento, que más de 500 personas firmaran un comunicado con nombre y apellidos el 23 de septiembre de 1986 condenando el atentado. Con su asesinato algunos miraron a otro lado y otros justificaron el crimen que sacudió a la conciencia del pueblo vasco. Aún no se sabe por qué volvió a Euskadi, cuando ya en sus pensamientos rondaba la idea de que su regreso no iba a estar exento de peligros. “Me voy a morir y es mejor una muerte rápida, aunque sea violenta”, escribió en su diario el día anterior a pisar suelo guipuzcoano.

Fue a comienzos de los setenta, todavía en plena adolescencia, cuando ingresó en la organización armada aunque no tardó en ascender a la cúpula. En 1973, empezó sus pinitos en la organización, con un frustrado atentado a un autobús de la Guardia Civil y del cual salió ilesa. Tres años más tarde se proclamó portavoz de ETA militar en la recién creada Koordinadora Abertzale Socialista (KAS) y dos años más tarde con el asesinato de Jose Miguel Beñarán, Argala, a manos del Batallón Vasco Español, ocupó su lugar en el aparato político, convirtiéndose así en la primera mujer que más alto había llegado en la historia de ETA.

Poco a poco fue creciendo siempre con unos objetivos claros, ella no quería ser la novia de..., ella quería ser Yoyes. Se encargó de dirigir y formar a un grupo de mujeres en Iparralde para la organización armada pero con el tiempo dio rienda suelta a sus ideas políticas que cada vez se alejaban más de los criterios seguidos por ETA, lo que la llevó a duros enfrentamientos con la cúpula y, más tarde, a abandonarla.

Huyo a México, con su marido Juan Jose Dorronsoro, donde estudió Sociología y Filosofía para, pocos años después, mediada la década de los ochenta, retornar a París para seguir con sus estudios. Tras once años en el exilio, en agosto de 1985 empezó a hacer gestiones con el entonces director de Seguridad del Estado, Julián Sancristóbal, para gestionar su regreso a casa, acogiéndose al plan de reinserción social que ofrecía el Gobierno de Felipe González. A su vez, se puso en contacto con ETA y pactó con Txomin Iturbe -en ese momento dirigente de la organización- su regresó con la condición de que esta fuera discreta, pero no fue así: la prensa destapó el asunto a bombo y platillo. Pero Yoyes no era ninguna traidora, no expresó su arrepentimiento, ni denunció ni dio pistas para localizar a los comandos -como posteriormente hicieron varios exmilitantes-, tenía muy claro que no aceptaría condición alguna de condena a lo que en su momento había sido mi vida política y tampoco haría declaraciones que tuvieran carácter político. “No soy oponente (de ETA), no estar a su lado no significa estar en el otro frente. Traté siempre de que la imagen que desde diversas posiciones -terrorista y héroe- se le confería a mi persona no me condicionara, no condicionara ni dirigiera mi evolución, las decisiones que debo tomar respecto a mi vida. Hoy la lucha es la misma, preservarme la nueva imagen que se me acuerda, estoy un poco más cansada que antes de esta pelea, pero tengo que avanzar. No me considero héroe ni antihéroe, pero tampoco fui terrorista sino militante política, el hecho de no serlo no me convierte en parte del sistema”, escribió.

A menos que el delito de Yoyes haya sido su discrepancia con la violencia y su decisión de defender su derecho a la vida, en cuestión de días se vio atrapada entre dos mundos: el que dejó atrás y al que quiso regresar, el de su militancia, donde el fin justifica los medios. La exmilitante quiso liberarse de ese pasado, pero se olvidó de que la intolerancia de ETA no aceptaba romper el hilo que la unía al grupo y eso se pagaba con un precio: la muerte.

Libertad de pensamiento A finales de 1985 escribió en su diario: “Muchos son culpables de esta injusticia ¡demasiados! Hay otros que no, pero son impotentes ante ella. Hay también mucho silencio cómplice. Mucho miedo en la gente ante todo, ante su propia libertad... ¡cuánta mierda!”. Corrían años muy sangrientos con ETA en plena ebullición de atentados mortales y el GAL asomaba con sus atentados. Yoyes se distanció de la organización, ya no pensaba igual, para ella después de la muerte de Franco no hacía falta seguir y ETA se había convertido en una organización de “militarismo fascista”. Pero a la organización le dio miedo la reivindicación que Yoyes hizo a favor de la libertad de pensamiento. “El mito de ETA, la hidra sangrienta que nos atenaza: ese mito, la persona de carne y hueso que es un sustrato, no existe más que como tal sustrato, no es humana”, relató.

Toda una invocación al derecho a la vida por el mero hecho de ser persona. Era un procedente demasiado peligroso que se debía de cortar de raíz. Y así lo hizo Kubati el 10 de septiembre cuando la mató. Su asesino, actualmente sigue en prisión y no se le ha concedido la libertad al aplicarle la doctrina Parot. Un asesinato que se produjo porque Yoyes abrió fisuras en los sectores más vulnerables del movimiento, por haberse traicionado así misma y al pueblo vasco. Su muerte sacudió la conciencia de muchos nacionalistas pero lo hizo de una manera parcial, como si el rechazo a la violencia pudiera parcelarse.

Veinticinco años después, su asesino creó el mito de Yoyes y desde ese momento, ETA no ha podido desprenderse de la sombra de la exmilitante, que pasó de ser una heroína dentro de la organización armada, a una traidora repudiada por buena parte del aparato militar y seguida por muchos otros que habían compartido su camino.

Su estela ha sido seguida de manera silente pero arriesgada por decenas de presos de la organización armada que, al igual que ella, han decidido abandonar la férrea disciplina de la organización y negarse a cumplir la consigna de no acogerse a los beneficios penitenciarios y rehusar la inserción social impulsada por el entonces Gobierno de Felipe González y considerada por ETA como una herramienta del Estado para dividir el colectivo y abrir posibles fisuras en el seno de la organización armada y HB.

Inflexión política La muerte de Yoyes provocó un antes y un después en la organización armada a sorpresa de muchos. El día después de su funeral, el 11 de septiembre, su pueblo hizo un acto de repulsa “espontáneo” contra el asesinato, se cerraron las comercios y bares del pueblo entero. También se sabe que la noche que la mataron hubo una reunión en el ayuntamiento de Ordizia (gobernado por HB), donde se habló de ello. El mismo día su marido, Juan Jose Dorronsoro, hizo un llamamiento a la ciudadanía para que llevaran flores a la plaza donde fue asesinada. Al día siguiente se realizó una manifestación masiva que colapsó la localidad guipuzcoana reuniendo a amigos, vecinos, gente anónima y a políticos.

Más tarde, a mediados de septiembre, se dio un gran paso social y político: 70 personas del Goierri, entre ellas exmilitantes de ETA, firmaron un comunicado en condena y repulsa del atentado. Documento que fue ratificado más tarde con el publicado en la prensa dos semanas después en repulsa del atentado avalado con 500 firmas -entre ellas, el escultor donostiarra Eduardo Chillida, el antropólogo Joxemiel Barandiaran y los cineastas Elias Querejeta, Imanol Uribe, Montxo Armendariz, y el escritor Andu Lertxundi, además de profesores, artistas, periodistas y otras personalidades- que condenaban el asesinato pero sin entrara a valorar a la organización armada. Este fue el punto fuerte del asesinato de Yoyes porque fue la primera vez que con nombre y apellido medio millar de personas se atrevieron a condenarlo, en una época donde ETA estaba viviendo su mejor momento.

El 18 de octubre se hizo un homenaje a Yoyes en la plaza de Ordizia donde participaron 3 bertsolaris, Andoni Egaña, Xabier Euskitze y Sarasua acompañados de cantantes como Amaia Zubiria, Imanol y Txomin Artola. El periodista Xabier Euskitze lo recuerda como un día de muchas emociones: “Yo acudí de forma espontánea y no conocía a Yoyes de nada, pero fue ese sentimiento que te llena y te dice tengo que ir”. Además Euskitze resalta que durante el acto se vivió una gran tensión “me temblaban hasta las piernas cuando estaba cantando”.

Años más tarde, su recuerdo sigue vivo. En los años ochenta, el marido de Yoyes publicó el libro Desde la ventana, donde se recogen testimonios de familiares y amigos, cercanos a ella, además de algunas de las notas que la ex dirigente dejó escritas en su diario. Además, la cineasta alsasuarra Helena Taberna, autora del documental sobre la muerte de la irundarra Nagore Laffage, realizó en el año 2000 la película Yoyes.