i algo ha demostrado el parón de la economía mundial con la crisis de la covid-19 es que el trabajo es el origen último de la riqueza. Cuando se ha querido retomar la actividad, el capital disponible era el mismo que había cuando en Europa se nos encerró en casa y limitamos el consumo al mínimo, o cuando en varios países asiáticos se dejó de producir por el mismo motivo. Sin embargo, al retomarse la actividad del consumo y la producción, los retrasos y atascos en las cadenas de suministros han puesto de manifiesto que los trabajadores de hoy no pueden hacer al mismo tiempo el trabajo diario y además, el de todas las semanas de retraso en que la actividad estuvo detenida o ralentizada. La expresión gráfica más impactante del colapso de las cadenas nos la suministraba el mes pasado el puerto de Los Ángeles, con una treintena de buques contenedores haciendo cola para poder descargar 200.000 contenedores con mercancías por un valor de más de 20.000 millones de euros.

Los problemas de logística, o los asociados con el suministro de chips para la industria, han llevado a reflexionar si el reparto de las cadenas de valor por todo el mundo es una idea razonable a largo plazo, pues al tener que recorrer miles de kilómetros las piezas y componentes para avanzar en el montaje de las mercancías finales, cualquier perturbación local en un punto de la cadena o del transporte de los suministros, amenaza colapsar toda la producción.

Por ahora, los que toman las decisiones sociales más importantes, como dónde instalar una fábrica o dónde desencadenar una guerra -es decir, los gobiernos y los consejos de administración de las grandes corporaciones- del mismo modo que pese a lo desastroso de las finanzas de libre mercado, que llevaron a la gran recesión de 2009, no han adoptado ningún cambio fundamental en el sistema financiero, tampoco parece que vayan a realizar grandes cambios en la actual estructura de las cadenas globales de valor. La razón obvia es que acercar las cadenas de producción a los principales centros de consumo reduce los beneficios empresariales, al tener que pagar salarios e impuestos más elevados.

Al contrario, las cadenas de valor van a fragmentarse aún más, incorporando a sectores de servicios y por supuesto a la agricultura: unos de los últimos movimientos de deslocalización productiva en Europa y en España consiste en trasladar la huerta europea desde Lérida, Valencia, Murcia o Almería a Marruecos, Sudáfrica, Perú o Chile. El cambio de orientación de la Política Agrícola Común, que en los años noventa pasó de garantizar la seguridad alimentaria de los europeos a convertir la agricultura en una actividad de mercado como otra cualquiera, en la que prima el motivo del beneficio privado, ha dado lugar al desembarco de los fondos de inversión en el sector y a que en general prime la gestión global de los intereses empresariales, es decir, el criterio de la maximización de las ganancias. Y producir con bajos costes salariales, con cargas sociales casi inexistentes, sin sujeción a los estrictos y caros protocolos medioambientales que Europa exige a sus agricultores en mercados del tercer mundo, y colocar esa producción para su consumo en los mercados europeos, al mayor precio posible, con la connivencia de una parte importante de la cadena de distribución, es la vía más rápida para obtener beneficios a corto plazo.

Para evitar la ruina de la agricultura europea y particularmente de la mediterránea, de mayor valor añadido por unidad de producto, no les queda más remedio que entrar en la misma dinámica que antes observamos en el sector industrial, cuando empresas de producción se reconvertían en meras comercializadoras de productos y componentes made in China, esos sí, con servicios posventa y reparación garantizada.

Que los productos de la huerta local se sustituyan por tomates venidos de Marruecos, pimientos de Perú o lentejas y garbanzos de México no es en principio un problema económico. Así lo refleja la balanza comercial de alimentos. Que los 200 millones de euros de alimentos que importábamos de Marruecos en los años 90 del siglo pasado se hayan multiplicado por siete, los 70 millones de Perú se hayan multiplicado por 10 o los 150 millones de Ecuador alcancen hoy cuatro veces esa cifra no es relevante frente a la evolución del volumen de exportaciones: si a medidos de los noventa España exportaba alimentos por valor de 10.000 millones de euros, hoy lo hace por más de 40.000 millones, unos 10.000 millones más que el valor de las importaciones.

El problema de la cadena de valor no es económico, pero sí productivo: en la medida en que una parte de esas exportaciones se refieren a productos procedentes de terceros países, se trata en realidad de re-exportaciones, en las cuales el valor añadido en el país (el trabajo nacional) es muy escaso.

Finalmente, el problema sí es económico, cuando los precios del transporte se multiplican por diez, como en la situación coyuntural actual de la economía mundial. Aunque los costes de producción no hubieran cambiado, los precios finales sí incorporan el aumento de los costes del transporte a larga distancia de los alimentos.

Actualmente, el aumento del precio del gas natural, que se ha multiplicado por 3,5 veces respecto año pasado, también está afectando a los precios de los alimentos, pues su uso es muy importante en la generación de fertilizantes. En los últimos cincuenta años la utilización de fertilizantes se ha multiplicado por casi 10 veces, hasta los más de 140 millones de toneladas de fertilizantes que los agricultores aplican en sus tierras de cultivo. Y su encarecimiento ya ha hecho aumentar los precios de los alimentos a nivel mundial un 25% respecto al año 2020.

Si se restringe el uso de fertilizantes debido a su coste, las cosechas del año próximo serán inferiores, y la presión de la demanda mundial sobre una oferta alimentaria estancada será aún mayor. Y la inflación inducida generará un problema de gestión aún más grave de la política monetaria y del endeudamiento público y privado, si el banco central actúa pensando que un problema estructural (los precios agrícolas y de las materias primas) se puede resolver con una medida monetaria (subida de tipos de interés). Así que no parece que la gestión de mercado (es decir de prioridad al beneficio) de la alimentación sea una buena idea a largo plazo. Si los países euromediterráneos son países desindustrializados, sin un drástico cambio de rumbo en la política agrícola podemos abocarnos a ser también países desagriculturizados, convertidos en centros comerciales y de logística, y en terrazas urbanas para solaz de turistas nórdicos y extracomunitarios. Economista