uatro emes son las que definen con precisión este "mayo madrileño manifiestamente mejorable". Sin entrar, lógicamente, en el indudable éxito de las siglas vencedoras ni en la tribulación de los partidos con poco éxito en la muy concurrida confrontación cívico-electoral, voy a referirme a algunos de los métodos que en la actualidad nos imponen prestigiosos "doctorspin" y otros magos de la manipulación mental para alcanzar el poder. Sea este del rango que fuere.

Hoy, en el contexto de los países con sistemas políticos democráticos más avanzados, producen auténtica desazón y desprecio las maneras que se gastan los contendientes en la solicitud del favor popular. Pero como ocurre en todo, en unos lugares más que en otros. Y, en esta vieja Hispania, las llamadas campañas electorales constituyen un aspecto ciertamente deleznable y envilecedor en nuestra vida civil. Es como si en pleno S. XXI no hubiéramos conseguido de manera generalizada superar la brutalidad en los antiguos coliseos romanos, multiplicando en las gradas la saña y el odio de los esclavos y gladiadores peleando a muerte sobre la arena. Y no se diga que quien así opina es únicamente porque tiene la piel muy fina.

Aquí también sería un buen principio a aplicar aquella vieja sabiduría del barón de Montesquieu al enunciar la separación de los diversos poderes a fin de obtener el más correcto equilibrio entre todos ellos en beneficio ponderado de la sociedad. Repugna al sentido común que cada uno de los candidatos en liza para alcanzar un éxito en la votación, pueda acometer en directo y "ad mulierem" o "ad hominen" al adversario u oponente. Pueda enjuiciar y condenar a un tiempo todas las presuntas cualidades negativas, los actos, intenciones, miradas y otras expresiones o historias de su competidor. Evidentemente es urgente cambiar el método, pues solo conduce, como observamos con asiduidad, a la exageración, al envilecimiento, al insulto, a la mentira, al despellejamiento moral del adversario. En definitiva, a esa "condena del telediario", auténtica aberración humana, basada en una hipercomunicación tendenciosa, se mire por donde se mire, y viejo resabio de una controversia injusta de imposible, por tardía, reparación. Y para nuestra desgracia civil, los tiempos actuales son propicios para redomados artífices en este tipo de crueldades de tan sutil y problemática definición.

Se me dirá que para evitar estos desmanes están las leyes y todo cuanto entra dentro de la ley vigente es libertad de expresión. Pues evidentemente no, ya que los tiempos de la incuria y los de su reparación judicial son tan distintos que el mal causado, en el caso que así fuere, tiene imposible, o en cualquier caso tardía, reparación.

Resulta prácticamente imposible legislar sobre temas cruciales en este aspecto, ¿quién se atreve a articular conductas en temas como la provocación del adversario, el insulto sutil, el eufemismo mentiroso o la tergiversación moral? Por lo tanto, estos métodos usados con profusión envilecen y, en parte, privan de sentido al necesario contenido democrático de la elección política.

Y además, quién sería tan hábil legislador para acertar en el enunciado de los artículos de los textos jurídicos que delimiten con claridad y evidencia los componentes del mal que con tanta evidencia aparece en toda campaña electoral. Y la reciente confrontación autonómica madrileña ha constituido un ejemplo plausible de cuanto constituye un ínfimo nivel ético y moral.

Tampoco ayuda el anonimato que campa por las redes de comunicación social, auténticas ventoleras que, esparcen las heces y otros detritus biológicos y morales por el ancho mundo de las ondas y el éter, sin el más mínimo control colectivo. Y todo bajo el paradigma de una ilimitada libertad de expresión que llega a envenenar el pensamiento de muchas gentes en su propia indefensión e ingenuidad.

Pienso que es urgente se planteen estos temas en toda su profundidad y complejidad, aprovechando que, en este momento no hay en el panorama nuevas justas (o injustas), electorales próximas. O cuanto menos así parece.

No vaya a ser que, en la propia metodología para llegar y alcanzar democráticamente el poder y la representación pública, se arbitren tantas facilidades para los odios y las descalificaciones, sobre todo teniendo en cuenta que cualquier siembra de estos productos venenosos tarda muy poco en germinar, se expanden con enorme facilidad y son muy difíciles de contrarrestar y extirpar.

El asunto es, sin duda, de una enorme dificultad para hallar soluciones totalmente satisfactorias, pero conviene, al menos, plantear y tratar de afrontar el problema. Cuestiones graves como ésta que ahora comento, hace algunos años eran de uso común y de normalidad cotidiana. O es que no recordamos el tema de la esclavitud, la trata de seres humanos racialmente menospreciados y sumidos en la pobreza, las discriminaciones por doquier, el vertido de ácidos en los ríos y otro sin fin de despropósitos más. Todos ellos han hallado soluciones más o menos completas en el tiempo. Quizá sea llegado el momento de buscar remedios para los "vertidos voluntarios y los incontrolados" de tantos odios en las campañas electorales, incluso, en muchísimas ocasiones, creyendo, en plan justiciero, que si alguien se siente ofendido y menospreciado es por que lo tiene merecido. Así la democracia como método de convivencia se degrada considerablemente y se causan heridas que marcan en lo más profundo, agresiones de lesa humanidad, a las que cuesta mucho tiempo, y nunca lo hacen totalmente, cicatrizar.