as sociedades occidentales siempre han sido muy conscientes del pilar esencial que es la educación para impulsar el desarrollo material y democrático, para cerrar la brecha social entre ricos y pobres, para el empoderamiento femenino. La escuela no solo es un templo de conocimientos, sino de esperanzas. Y aunque, en la actualidad, el nivel de exigencia es cada vez mayor y nuestros jóvenes deben prepararse muy bien para obtener un trabajo cualificado, en el continente africano el acceso a la escuela es un artículo muy restringido y peligroso. Esta situación es un lastre que hunde más y más su adversa realidad, consumida por la desesperación y, por supuesto, la amenaza del yihadismo. Tristemente, en muy poco tiempo, se han producido varios secuestros de escolares en Nigeria (12 de diciembre de 2020, en Kankara, 344 chicos; el 17 de febrero de 2021, en Kagara, 42 estudiantes; el 26 de febrero, en Jangebe, 371).

La ONG Save the Children, estima que en territorio centroafricano hay cerca de dos millones de niños sin escolarización y 10.000 centros cerrados. Siendo las chicas las que, realmente, padecen de forma mucho más brutal esta suerte adversa, al quedarse más desprotegidas, y ser víctimas de abusos y embarazos. Según la ONG citada, uno de cada cinco niños no forma parte del sistema educativo, en cifras redondas, de 80 millones de menores que hay en Nigeria, en total, 13 millones son ajenos a una formación. Parte del factor más importante reside en la pobreza. Las familias viven al día, requieren de la aportación de cada uno de sus integrantes para ir tirando y, así mismo, tampoco cuentan con medios para sufragar los gastos que les acarrearía el que asistan a los centros escolares. Un bucle que se cierra sobre sí mismo. Muchos de estos factores ya se vivieron en la vieja Europa a lo largo del siglo XIX e inicios del XX, pero con otros mimbres, ya que los estados acabaron por impulsar una legislación propicia a defender a la infancia, apostando de forma plena por la educación y por la mejora de las condiciones sociales. No fue una batalla fácil. Sin embargo, en esta región del Sahel, en la que se puede englobar no solo el noreste de Nigeria, sino Camerún, Malí o Burkina Faso, hay un ingrediente terriblemente corrosivo: el yihadismo. Un elemento disruptor que no solo provoca víctimas y desplazados, sino miedo. Hay que pensar que para Boko Haram, la organización yihadista más conocida en la zona, su nombre significa la educación occidental es pecado.

Si bien no es el único grupo que opera, ya que existen otra serie de organizaciones mafiosas que medran en el caos, amén de otras sucursales nacidas al calor del Estado Islámico. En todo caso, la escuela representa la implantación del Estado y, por lo tanto, es un objetivo prioritario para ellos, es un blanco fácil de atacar. Por desgracia, el referente de lo sucedido en Chibok, el 14 de abril de 2014, cuando 276 niñas fueron raptadas de una escuela, significó un antes y un después para Boko Haram. Se produjo una reacción y una campaña internacional muy fuerte (#BringBackOurGirls) exigiendo la liberación de las muchachas. Pero su efecto, más que ser una medida de presión contra los yihadistas, les ofreció un marco perfecto de propaganda. Boko Haram llevaba operando ya varios años y nadie se había preocupado hasta ese momento. Desde entonces, se dio a conocer en el mundo y se dio cuenta del efecto mediático positivo que ha cobrado para ellos. Lo peor fue que en la medida que se iba apagando el eco de la noticia, la gente se fue olvidando de las secuestradas, desvelando la hipocresía occidental. No hubo una reacción ni unas medidas precisas para evitar que esto pudiera repetirse.

De hecho, la suerte de estas niñas fue muy esquiva, todavía nada se sabe de más de ciento cincuenta de ellas. Las que consiguieran huir o ser rescatadas revelaron que pasaron por un infierno, fueron obligadas a casarse con los integristas como si fuesen trofeos o meras esclavas sexuales. A partir de ahí, el secuestro de estudiantes, para pedir rescates u otras exigencias, se ha convertido en un recurso muy extendido. Los medios de comunicación occidentales han aprendido, tardíamente, la lección. Informar es una cosa y ayudar a ser visibles a estos grupos otra muy distinta. Claro que esta situación ha llevado a que los progenitores teman cada vez que sus jóvenes retoños cruzan el umbral de sus casas, ante la inseguridad creada y prefieren que no se vayan. Pero eso tiene sus efectos perniciosos, no solo que impide que haya un avance generacional, sino que las féminas sean las más afectadas al negárseles el único instrumento valioso para salir de su rol tradicional, muy indefensas ante un mundo hostil.

A todo esto hay que añadir que, en esta zona del Sahel, los niños sin futuro pueden acabar siendo reclutados a la fuerza o por no tener otra salida, y formar parte de estas milicias, lo que contribuye a reforzar esta espiral de terror. La violencia endémica, además, ha llevado al desplazamiento a Burkina Faso, por ejemplo, de más de 600.000 menores que están sin escolarizar. Lo mismo sucede en otras regiones de Nigeria, afectadas por las razias de Boko Haram y otros grupos. La incapacidad de los estados por controlar y poner coto a los grupos armados se une al hecho de que los militares actúan de una forma brutal contra la población civil, que teme tanto a los integristas como a las fuerzas gubernamentales. Una alternativa ha sido sugerir el impulsar la educación digital a distancia, como se hizo en Europa durante el confinamiento provocado por la pandemia el año pasado. Claro que, a diferencia de los problemas que tuvieron los centros del viejo continente de adaptarse a esta revolución de la educación no presencial, en esta región africana, tan solo uno de cada diez docentes tiene acceso a Internet o a un ordenador, y ya no digamos las propias familias. Desde luego, mucho debe cambiar la situación para que haya un futuro para esas poblaciones, por eso, la actitud hacia ellas del mundo ha de transformase drásticamente por la de solidaridad y compromiso.

Doctor en Historia Contemporánea