adia M. Brashier y Daniel L. Schacter, dos profesores de Psicología de la Universidad de Harvard, publicaron este pasado mayo un artículo muy interesante sobre la edad de las personas que más compartían las noticias falsas. Son las llamadas fake news, uno de los males endémicos que ha traído la liberalización del espacio público de opinión y de creación de contenidos gracias a las redes sociales. El artículo comienza tratando de encontrar explicaciones al motivo por el que se difunden las noticias falsas: un menor hábito en el uso de las redes sociales, los cambios sociales que vivimos cuando nos vamos haciendo mayores y una menor atención en la precisión en las comunicaciones destacan sobre otros motivos.

Además de estos aspectos generales, ofrecen datos generacionales que me parecen interesantes. Los adultos de más de 50 años son responsables del 80% de las noticias falsas que se difunden en Twitter. Los mayores de 65 años leen siete veces más noticias falsas que los usuarios de menor edad. Otro estudio también expone cómo la capacidad de distinguir fotos falsas disminuye con la edad. Estos tres datos, muy elocuentes, son los que me han llevado a titular este artículo como La edad y las fake news.

Pudiéramos pensar que compartir una noticia no implica que esa persona crea en la misma. Posiblemente muchas de esas comparticiones llevan comentarios para refutar lo que están leyendo. Pero el problema es que esa dinámica en redes sociales no hace sino alimentar a los algoritmos que están obsesionados por entender qué es relevante para mostrárselo a otras personas. De ahí que siempre defienda la imperiosa necesidad de explicar a la sociedad cómo funcionan los algoritmos en redes sociales. Porque muchas veces uno o una se comporta pensando que estamos en la plaza del pueblo, donde es bueno comunicarles a los vecinos hasta la anulación de contenidos falsos. El problema es que las métricas de redes sociales no entienden muy bien de esos conceptos.

Dejando de lado cualquier explicación sociológica, este dato es relevante en el año de la pandemia. El equipo de Avaaz, un grupo en defensa de los derechos humanos, publicó un informe sobre el impacto de la desinformación en abril de 2020, en pleno pico de cuando las sociedades fuimos entendiendo la magnitud del problema. El contenido de diez páginas de Facebook que estaban difundiendo noticias falsas sobre el COVID-19 (se pueden imaginar qué cosas son, las cuales me niego a reproducir pese a que no haya aquí un algoritmo), tuvieron hasta cuatro veces más visitas que las diez fuentes más confiables en la materia (entre otras, la página de la Organización Mundial de la Salud). Hasta mayo, estas páginas falsas tuvieron 3.800.000.000 de visualizaciones en Facebook. Es difícil luchar ante tan tremenda cifra. Esto es más triste aún cuando sabemos que hasta ochocientas personas fallecieron en los primeros tres meses de la pandemia tras la injerencia de productos que aparentemente lo curaban (remedio, naturalmente, que habían leído en estos espacios).

¿Y qué se puede hacer para frenar todo esto? Una respuesta rápida e intuitiva pasa por la prohibición. Que Facebook las censure. Como siempre, esto no es tan fácil y nos confronta con el eterno dilema entre el derecho a la información y a la libertad de opinión. Otra alternativa, que Facebook ya ha introducido de hecho, es darle una menor prioridad a esta desinformación que al contenido generado por sitios confiables (sea esto lo que el algoritmo o sus verificadores consideren). Facebook ha informado recientemente que hasta un total de 98 millones de contenidos fueron etiquetados como posiblemente "falsos" entre los meses de abril a junio de este 2020. Twitter está en el mismo camino: las recientes elecciones norteamericanas nos enseñaron cómo hasta mensajes de Trump fueron etiquetados como de dudosa credibilidad. Otra solución, a menudo también citada, pasa por la educación. Pero eso es difícil de conseguir a corto plazo. Y la desinformación, empieza a ser otra pandemia.