ay al menos dos mentiras en la carta que Juan Carlos I remitió a su hijo Felipe VI diciéndole que se marchaba de España. La primera la perpetra cuando se refiere a "ciertos acontecimientos pasados de mi vida privada". Los pagos que se están investigando en Suiza y España no se le hicieron a un tal Juanito, sino a quien desempeñaba un reinado. La manera de esconder el dinero se convino en reuniones que juntaron a Borbón, Fasana y Canónica en el palacio de La Zarzuela, dependencia de la jefatura del Estado. La segunda falsedad es más grave: "siempre he querido lo mejor para España y para la Corona". Cuando alguien se corrompe, lo mismo sea jefe de negociado de ayuntamiento que jefe de casa real, el proceso consiste en anteponer los intereses propios frente a los que son comunes, los públicos. Cobrar una comisión ilícita es tergiversar un orden de valores, relegar el respeto a lo que es de todos para preponderar lo egoísta. De manera que Juan Carlos nunca podrá hablar de haber querido lo mejor para la nación que representaba y a la que tenía que servir, porque parece acreditado que en no pocas ocasiones lo que importaba antes que nada era su bolsillo y su bragueta. Y como hemos dicho aquí otras veces, el daño que ha producido esa actitud no se mide sólo en unidades monetarias, sino en el efecto extensivamente corruptor que ha tenido en toda la escala institucional. El madrileñeo era consciente de las andanzas del personaje, y la corte mediática y empresarial que siempre protegió al indecente rey asumió como regla de comportamiento lo que emanaba de esas alturas. La mejor manera de ocultar un muerto en un armario es saber que los demás también tienen uno, que se lo digan a Urdangarín. Ahora hay quien se empeña en pintar a Juan Carlos como un descarriado en sus últimos años, pero al que debemos agradecer que trajo la democracia. En realidad, ha sido siempre el mismo aficionado al dinero y a las señoras, alguien que se creía por encima de todos y que una vez entronizado hizo lo que le dio la gana, campechano. La democracia, por ciento, no se trae, sino que se constituye con la voluntad ciudadana. Nada se le debe, todo lo contrario.

La idea de que la monarquía ha de ser ahora más defendida que nunca como garantía de la unidad de España, y una vez separado del escenario este nuevo Borbón descarriado, está instalada en los principales partidos a la derecha del PSOE. A mí me sigue pareciendo una insensatez y una pasmosa ausencia de análisis crítico que no aflore alguna nueva reflexión sobre lo que merece nuestro sistema político. Yo me siento español, me tengo por liberal y deseo lo mejor para mi país. Pero precisamente por eso me parece aberrante fiar la defensa de un proyecto común, el de todos, a lo que haga una dinastía decrépita. Históricamente poco nos han aportado los borbones, entre los que ha habido reconocidos pornógrafos, sátiros y ladrones. Nos cuentan que eso ya forma parte del pasado, y que hemos tenido mucha suerte con el actual rey, tan preparado él. Lo que se olvida es que si Felipe es rey es porque hubo un momento en el que se aceptó la inadmisible idea de que un hombre vale más que una mujer, puesto que de lo contrario la reina actual sería su hermana Elena y el heredero al trono Froilán. También podría decirse que para desempeñar un papel meramente representativo, cualquiera puede valer. Y puede que sea cierto, recordando lo que estaba pasando hace un año en medio de una crisis política que impedía la investidura y que devenía en crisis institucional. El papel del jefe del Estado, dado que era rey, apenas consistía en elegir una corbata adecuada para saludar a los portavoces parlamentarios recibidos en audiencia y en emitir al final del procedimiento un comunicado diciendo si se proponía la investidura. No hay posibilidad constitucional alguna para que un monarca desempeñe un papel mediador y armonizador, y esto en cualquier democracia normalita es todo un desperdicio.

No se comprende por qué la derecha política y sociológica -me refiero a la más ilustrada- sigue creyendo que un rey es un baluarte frente a la disgregación nacional y el colectivismo empobrecedor. Lo ocurrido con Juan Carlos, si algo demuestra, es que la propia monarquía es quien ha dado razones a los antimonárquicos de pandereta, los de Iglesias, para demandar esa república vieja y revisionista que añoran. Frente a ellos, todavía no ha surgido un imprescindible movimiento de republicanismo liberal que entienda que si se quiere fortalecer España, lo mejor es no vivir al albur de una familia de nada dudosa reputación, y para ello se hace necesario diseñar una manera más moderna de edificar constitucionalmente la jefatura del Estado.