o son pocos los que creen que estamos en un tiempo postreligioso, convencidos de que la religión es un obstáculo para cualquier manifestación espiritual que merezca la pena. Para unos, el ser superior que existe por encima de nuestra realidad no necesita de esquemas religiosos que entorpecen la dimensión espiritual humana. Para otros, estamos en el final de la idea de Dios en cualquiera de sus formas que nos hemos inventado los humanos.

Lo cierto es que se va consolidando la idea de la religión entendida como un sistema de creencias, ritos y normas inmutables que no tiene futuro. Sin embargo, los datos indican que las religiones entendidas como una experiencia teísta están muy vivas al ser parte de la espiritualidad que brota del anhelo íntimo de trascendencia en lo profundo del ser humano. Y cuando falla la religión (sus seguidores, estaría mejor dicho), se incrementan las sectas y todos los sucedáneos religiosos que podamos imaginar.

No es la religión la que se encuentra en peligro, ya que el anhelo de felicidad y de búsqueda de la trascendencia (religare) existe en todas las culturas y épocas desde el comienzo de la humanidad. Su práctica diaria ha hecho mucho bien cuando su vivencia ha sido honesta. Lo que está en crisis es la confesionalidad, algo muy distinto y que tiene que ver con la manifestación externa del sentimiento religioso canalizado a través de una autoridad sagrada y jerárquica y con una praxis que no libera al ser humano. El fuero es lo que está en crisis, no el huevo.

La religión no puede confundirse con los códigos y normas que le dan forma externa a este sentimiento. Las confesiones religiosas desaparecen cuando falla el ejemplo y la impostura se adueña de de sus seguidores, centrados en los ritos y liturgias en detrimento de la vivencia coherente de una fe religiosa que pide coherencia moral (religere) y compromiso. Y cuando esto no se manifiesta, crece el desinterés social hacia los modelos religiosos actuales.

El cristianismo -y cualquier otra manifestación religiosa- pierde su pujanza espiritual y social cuando la institución religiosa que le da soporte estructural y organizativo comienza a ser más importante que el mensaje; se cae en la tentación de las alianzas con el poder y ya no tiene nada que ofrecer con valor verdaderamente religioso. El papa Francisco es un ejemplo de lo que deberíamos hacer y de cómo hacerlo animando a desterrar las prácticas clericalistas que nadie de buena fe debe aceptar en ninguna confesión religiosa.

Si este tiempo posmoderno y decadente tiene alguna ventaja es la de ser propicio para desenmascarar las incongruencias entre lo que se predica y lo que se practica en quienes se dicen personas religiosas, especialmente a sus dirigentes, por el escándalo que pueden ocasionar. Si la religiosidad está en cuestión, lo es como daño colateral ante el equívoco de confundir la religión con una mala confesionalidad. Recordemos los tiempos del nacional catolicismo y del aforismo euskaldun, fededun, signo del vascoparlante buen católico; y por extensión, del buen vasco como sinónimo de buen católico. No hace tanto tiempo de ambas realidades sociológicas y ya se han diluido como un azucarillo.

El materialismo consumista también tiene su parte de responsabilidad en el desvalor religioso social por adormilar la espiritualidad favoreciendo el ateísmo, que es un fenómeno de masas reciente, históricamente hablando. Sin contar lo mal que ofertamos la Buena Noticia ni los muchos fundamentalismos religiosos que existen. A pesar de todo, quienes declaran que no creen en ningún dios siguen siendo minoría.

La religión ha sobrevivido a la crisis de fe, al proceso de secularización y a la Modernidad gracias a una religiosidad más abierta para resurgir en un nuevo tiempo posmoderno aparentemente nada propicio, pero que trae consigo la pluralidad y la tolerancia con las confesiones y creencias, incluida la de que Dios no existe. Ya no se acepta la mercantilización ni la imposición de lo sagrado y los espíritus más audaces y deseosos de vivir coherentemente su fe buscan fuera lo que no encuentran dentro de su Iglesia. El sentimiento religioso se transforma hacia una mayor autenticidad. Esa búsqueda trascendente tan relacionada con propiciar el bien de nuestros semejantes resulta más auténtica y viva que en los tiempos en que la confesionalidad nos fue impuesta difuminando el amor del evangelio.

Los creyentes hemos perdido influencia social ayudados por nuestras inconsecuencias, pero esto nos abre la puerta a una vivencia religiosa más auténtica, humilde y comprometida que manifiesta la verdad que anida tras las prácticas religiosas liberadoras. Fijémonos en la gente coherente y ejemplar y siguiendo ese camino llegaremos a encontrar lo que buscamos como seres religiosos que somos.