onvertir el mar en una piscina sin límites se ha convertido en una práctica que no ha dejado de ganar adeptos desde la irrupción de la pandemia. Tras los meses de confinamiento, cuando la mayor parte de gimnasios y piscinas públicas todavía estaban cerradas, muchos triatletas se lanzaron a nadar al mar, y desde entonces ha seguido su estela una legión de deportistas que durante este verano ha teñido con sus boyas las aguas de naranja. Quien prueba, repite, más que nada por esa sensación de libertad que tanta falta hace. Pero al mismo tiempo es curioso comprobar que esa misma experiencia placentera de alejarse de la orilla despierta temores en otras personas. Les hace sentirse asustadas y vulnerables, por muy experimentadas que sean en la natación. No ver el fondo, o tocar un plástico o una alga de manera inesperada puede bloquear tu mente, que de inmediato considera la posibilidad de una muerte inminente. Es normal. Lo mejor es darse tiempo. Centrarse en pequeños objetivos y, casi sin darse cuenta, la experiencia comenzará a ser de lo más agradable, además de ofrecer una perspectiva bien diferente del litoral, como la impagable estampa que deja en bajamar la playa de Trengandín, en Cantabria.