os veranos de hace décadas, cuando era una niña, eran no solo días sin colegio sino también un cambio continuo de olores. Ya desde que comenzábamos a ir a la playa, cambiaba el menú que se ofrecía a la pituitaria. Camino a nuestro lugar habitual en La Concha a veces bajábamos por el voladizo, porque nos parecía un atajo y estaba fresco. Pero este paso, que por las noches se convertía en urinario y vomitorio general (algo que no sabíamos), se desinfectaba por la mañana. El olor a Zotal, un producto que la marca aconseja para pocilgas, gallineros y otros lugares donde los excrementos están presentes, era más que penetrante. Se mezclaba con el salitre del mar, la fritura de las tortillas de patatas de los bares y el coco de los bronceadores. Todo ello componía un mosaico de emanaciones que se repetía cada día. Ya en la arena, nos olvidábamos del desinfectante, pero las cremas solares atacaban las narices, así como el sudor de aquellos que volvían de dar mil vueltas por la orilla. Si por la tarde dábamos un paseo, el salitre de karrakelas y kiskillas se metía por las fosas nasales. Y el aroma del chocolate con churros. Entonces estábamos todos muy juntitos, no como ahora, olíamos y nos olíamos. Ahora no detecto los aromas del verano. No sé si es por la pandemia o porque el olfato se pierde con los años.