entro de las afirmaciones de barra de bar que se escuchan últimamente, sobre todo, después del nuevo genocidio de Israel contra Palestina en Gaza, es que las guerras de ahora ya no son lo que eran; todo ello, motivado por la escalada tecnológica. No está de mas que a esta afirmación se le añada un matiz que, pese a ser también de taberna, no deja de ser menos cierto, que es que en la guerra mueren los de siempre, eso sí, con armas nuevas. Un informe del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas ha revelado hace poco que en marzo de 2020 unos drones atacaron de forma autónoma en Libia a un grupo de rebeldes apoyados por Rusia dentro de la operación Tormenta de paz, respaldada por Turquía. Es decir, que ese día un grupo de roombas militares, que incorporan algoritmos que definen el sesgo de objetivos y que cuentan, además, con capacidad de aprendizaje prescindiendo de pilotos en remoto, hicieron que la ciencia ficción se convirtiese simplemente en ciencia, de la que ha alimentado las peores distopías firmadas por Skynet. Las implicaciones tecnoéticas de esto en un contexto bélico en el que, por definición, la ética se retuerce en función del bando, solo se resuelven de una manera, reconozco, cerca del neoludismo: prohibiendo y penando el desarrollo de dichas armas.