yer, hace dos años, ETA hizo público su último comunicado, con el que cerró una historia de casi seis décadas. El texto, de apenas 30 líneas, acababa con una frase a modo de epitafio en la que decía que “ETA surgió de este pueblo y ahora se disuelve en él”. Ocupados con el coronavirus, que se comporta como un agujero negro voraz que todo lo absorbe, el aniversario ha pasado totalmente inadvertido. Es cierto que la mayoría de la sociedad vasca dio por amortizada la historia de ETA cuando anunció su renuncia a la violencia, que fue la fecha que ha quedado como el nacimiento de un nuevo tiempo político, aunque arrastrando algunos flecos como el de los presos, los atentados y desapariciones sin esclarecer o la batalla por un relato de imposible acuerdo y que ahora se libra en el mundo audiovisual con películas y series que tienen el eco de la potente maquinaria mediática estatal. Pero el fleco más importante para Euskadi es la falta de acuerdo político para compartir una lectura del pasado que ayude a cicatrizar la historia desde parámetros de respeto a los derechos humanos. Una reflexión crítica de la estrategia político-militar indispensable para normalizar y avanzar sin el peso que impone la demoledora certeza de que no ha habido un cambio ético; solo instrumental.