Ya lo he escrito aquí: tenemos un gigantesco problema con la realidad. Si escuece, intentamos negarla, si desfigura una utopía, le damos la espalda y seguimos enfadados y enfangados, cuesta abajo. Me refiero otra vez al euskera, que anda en boca de alguna gente precisamente por no andar todo lo que esa gente quisiera en boca de otra gente. No sé si me explico.

Y entonces viene la adjudicación de responsabilidades, casi siempre consideradas políticas y educativas, como si no existieran las causas personales y sociológicas. Ese reparto es un chollo, pues cualquier ideología es discutible y aporta el calor de la trinchera. Los hechos, en cambio, no distinguen banderas: la mayoría habla hoy castellano no porque estudie en un modelo u otro, sino porque le resulta más fácil.

Si a esa perogrullada le añadimos que para muchos el euskera es sólo el idioma de la pizarra y el perfil, ¿por qué elegirlo en sus ratos de ocio? Pues nada, por ahí andan proponiendo hacerlo más sencillo, a ver si la paella sin arroz alegra el menú.

Para usar un idioma, y esto también lo repito, hace falta un motivo instrumental, cultural o emocional. Por eso habla euskera un senegalés en Ondarroa, un lingüista en Tbilisi y un euskaltzale donde pueda. Y, no obstante, todavía hay quien cree que nuestro apego familiar, vecinal, laboral, filológico o patriótico hacia esa lengua no sólo debe ser respetado, que sin duda lo debe ser, sino que además ha de ser compartido. Y eso es muchísimo pedir, y eso es siempre fracasar. Última repetición: mejor ser atractiva minoría que ilusoria mayoría. Así al menos nos ahorramos el disgusto a fecha fija.