Hay que recuperar la calle, dicen, tenemos que tomar las plazas, y así plantean abarrotar aceras y avenidas hasta que caiga el Gobierno. Sin duda caminar en comandita arropa el espíritu, y soltar lemas al unísono emociona, y hasta en la más pequeña multitud –pongamos un trío– se enciende una complicidad que ni de lejos ofrece un voto onanista. Pero a mí dame urnas, recuentos, noches electorales, a mí dame la seca verdad de las papeletas frente al oasis de una masa que nunca es para tanto, un gentío multiplicado por el dron y por el tuit, centenares, millares o millones según quién haga el conteo. En cada eyaculación sabemos que surfean 39 millones de espermatozoides, y no obstante está por descubrir cuánto español cabe en una manifa.

Lo indiscutible es el número exacto de escaños necesarios, la línea precisa que separa una mayoría de un ensueño. Pues ni caso. Desde hace mucho, y esto vale para cualquier tribu política, se sigue sin comprender que las mareas, los tsunamis, las campas, las marchas, no son sino espejismos, vaselinas, dopaminas, hermosas orgías puntuales que llevan a equívocos estructurales. Eso no significa, claro, que haya que arriar banderas y silenciar batucadas; tan sólo es un recordatorio de que siempre son más los que votan que los que gritan, los que dudan que los que militan, y que si hay algo que ocupar y conquistar son los cerebros, no los bulevares. De otro modo lo único garantizado es el gran chasco, encarnado en aquel analista cabizbajo allá en verano: no entiendo qué ha pasado, no conozco a nadie que haya votado a la izquierda. Sal del megáfono, primo.