Tras proponer sin éxito tirar el arcoíris a la basura, la España que madruga ahora exige que se elimine de las instituciones cualquier signo de apoyo a la comunidad LGTBI+. Sin duda se agradece una medida de gracia consistente en ascender del contenedor al armario. Ya sea sobre una lona, bandera, cartel o pin, la España sin complejos considera ese arcoíris un ataque a la objetividad, la neutralidad y la imparcialidad. Para carecer de ellos se le quedan muchos pelos en la lengua, pues podría decir lo mismo sin marear. Vamos, que exponer un símbolo que visibiliza a un colectivo históricamente marginado es un capricho subjetivo. Y dedicar una semana a celebrar la mejora de su condición es un antojo sectario. Y expresar en la calle que aún falta un trecho hasta la igualdad es una reivindicación partidista. Así sí lo entendemos.

Lo más chusco, no obstante, es la rotunda crítica al Orgullo viniendo de gente tan orgullosa. Quienes animan a alardear de la reconquista, sacar pecho palomo por el descubrimiento, chulear de imperio, presumir de idioma, blasonar de un linaje que va de Atapuerca a Nadal, pasando por Viriato, Pelayo, Iniesta, el inventor de la fregona y el del chupachups, esos mismos cuya relación con todo lo anterior es casual y nada meritoria, precisamente esos te explican que festejarte y manifestarte es una inflación de la identidad. A quienes gritan durante 365 días al año ¡yo soy español, español, español! les parece un exceso que el vecino grite un 28 de junio que es gay, lesbiana y lo que le dé la gana. Es un asunto privado, afirman. Masturbarse con el DNI, se ve que no.