Bien visto, esto es un carajal. O, tal vez, un tremendo despropósito. El tardío reconocimiento explícito a las lenguas cooficiales se ha convertido lamentablemente en una moneda de cambio para unos, en un viacrucis para otros, y en un show despreciable para los de siempre. La celebración de dos jornadas plenarias de una investidura fallida suena a sainete, únicamente válido para exacerbar los ánimos de las trincheras. Esa amnistía tan non nata como acordada sigue encendiendo pasiones tan encontradas que auguran sensaciones estremecedoras para la convivencia. A su vez, los dinosaurios socialistas echan gasolina al fuego pirotécnico de la derecha para deleite del rancio patriotismo. Y, finalmente, para que nadie se sienta ausente al esperpento, vuelven las togas a planear amenazantes sobre el tablero político. Cada día se antoja más difícil encontrar la salida a este laberinto, sobrepasado de sinrazón.

Cuando se aburran un día por Madrid, acredítense en el Congreso. Además, esta nueva temporada promete nuevas sensaciones. Sepan que el espectáculo, desdichadamente para la pura ortodoxia parlamentaria, queda asegurado. Muchos, demasiados, diputados y diputadas van a hacer chanzas con los pinganillos hasta el extremo de despreciarlos porque tampoco entienden la diversidad lingüística del país que tanto aman. Quedan honrosas excepciones como la de Borja Sémper que, con cierta mezcolanza de osadía y esnobismo, se rompe la cara contra la incomprensión de los halcones de su partido y de ese séquito de amanuenses de prensa y radio que tanto daño siguen haciendo al discurso coherente del PP.

No dejan de ser las chanzas sobre el pinganillo algo más que un grotesco espectáculo. Retratan, en puridad, un modelo de despreciar abruptamente la pluralidad, en este caso lingüística. Un símbolo rancio ejemplarizante de unidad patriótica que va calando vertiginosamente a nivel de calle y hasta de conciencia política y que acuerdos de gobierno tan previsibles como urgidos entre la izquierda y las sensibilidades periféricas acabarán por implosionar hasta límites indeseables para el entendimiento. Más incertidumbre para enredar el laberinto.

Viene a convertirse la nueva amnistía del periodo democrático en una auténtica bomba de relojería. Nadie se la podía imaginar en la víspera del 23-J. Más aún, ni siquiera fue invitada semejante medida de gracia al convite de la campaña electoral. Mucho menos, por parte de Pedro Sánchez, empeñado entonces en exigir para Puigdemont el cumplimiento estricto de todas sus causas judiciales pendientes. Todavía la necesidad de saciar su ambición de poder no le había arrojado del caballo. Urgido por el respaldo imprescindible de los siete diputados de Junts –ese mismo partido al que había que hostigar durante la pasada legislatura para mayor gloria del socio preferente ERC–, el líder socialista sufre una transformación catártica. Donde siempre vio la necesaria actuación de la Justicia contra el procés, ahora entiende aquella rebeldía como una simple manifestación de exigencia política. Del negro al blanco en menos de mes y medio, del 155 a la amnistía en un abrir y cerrar de ojos.

Tamaña metamorfosis ideológica, gestada posiblemente por muchas gotas de desmedida ambición personalista del poder y otras de apuesta por el borrón y cuenta nueva en Catalunya, ha dinamitado la caja de los truenos. Otra vez una raya, en este caso de espeso grosor, que divide dos bandos. De nuevo el entendimiento imposible desde el maximalismo más fronterizo. Paso libre, por tanto, a la excitación dialéctica. Los bloques impenetrables se apoderan del debate imposible. No resulta demasiado difícil imaginar que la amnistía, en sus múltiples acepciones de sumisión, entrega, golpe constitucional o traición se apoderará el próximo martes de los folios del discurso de Núñez Feijóo después de las imágenes y del vocerío que proporcionará el desmedido acto de mañana en la Corte. Un trago de difícil digestión para el perfil que busca y necesita el presidente del partido, cada día más incómodo oteando a su alrededor. El asedio de tanta inspiración aznarista y el cortejo indisoluble de Vox asfixian la consolidación de una apuesta creíble de este desnortado PP, incapaz de salir de su propio laberinto. Por eso, consciente de esta adversidad de difícil solución, Sánchez se permitió en la ONU la licencia chulesca de una sonrisa matona, impropia de un mandatario, para predecir con absoluta displicencia el anunciado fracaso de su rival en el intento de su investidura.